No nos contentemos con limpiar la copa y el plato sólo por fuera
Gál. 5, 1-6; Sal. 118; Lc. 11, 37-41
‘El fariseo se
sorprendió al ver que Jesús no se lavaba las manos antes de comer’. Había invitado a Jesús a comer y
éste había entrado y se había sentado a la mesa sin hacer las abluciones
rituales que tenían por norma ya lo que los fariseos le daban mucha
importancia.
Allí estaba el fariseo observando lo que hacia Jesús y
juzgando en su interior. Ya conocemos cuáles eran sus rigorismos en este
sentido. Pero también sus juicios y sospechas desde su puritanismo tan
riguroso.
Pero Jesús conoce el corazón del hombre y lo que valora
Jesús es lo que tenemos en nuestro interior. No son observancias externas
vacías de contenido lo que hay que valorar y donde hemos de poner nuestra
salvación. La salvación nos viene de Dios y nuestra respuesta no se puede
quedar en meros formulismos ni en posturas rituales. La respuesta tiene que
surgir desde la sinceridad del corazón y desde nuestro obrar con rectitud.
Es el camino que Jesús repetidamente nos enseñará y la
ocasión es propicia para recordarnos cómo aunque aparentemente por fuera
conservemos las formas, por así decirlo, sin embargo muchas veces tenemos el
corazón lleno de maldad. ‘Vosotros, los
fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis
de robos y maldades’.
Y lo que hemos de tener limpio de toda maldad es el
interior del corazón del hombre. Es ahí donde tenemos que examinarnos,
revisarnos continuamente. Cuesta, porque tratamos de ocultar esos malos deseos,
no queremos dejar traslucir la maldad que tantas veces se nos mete en el
corazón. Tenemos la tentación de dar una apariencia de buenos, pero tenemos que
serlo de verdad. Por eso hemos de poner amor verdadero en nuestro corazón, porque
si amamos de verdad a los demás nunca querremos lo malo para los otros.
‘Los limpios de
corazón verán a Dios’,
es una de las bienaventuranzas que Jesús nos proclama en el sermón del monte.
Por eso quitemos toda malicia, desconfianza, recelos, resentimientos, envidias.
Ni en lo más oculto permitamos que esas posturas o actitudes se nos metan por
dentro. Pidámosle al Señor que nos dé esa pureza interior. Seamos capaces de
pensar siempre bien de los demás. Nunca deseemos lo malo a nadie por mucho mal que
nos hayan podido hacer. Demos por supuesto siempre lo bueno y vayamos con el
corazón y los brazos abiertos hacia los demás.
No nos contentemos con limpiar la copa y el plato sólo
por fuera. Limpiemos el interior. Que nuestro corazón esté siempre limpio de
toda malicia. Si fuéramos capaces de ir
por la vida con esos buenos deseos e intenciones cuántos problemas nos
evitaríamos, cómo aprenderíamos a aceptarnos, y cómo lograríamos hacer más
felices a los demás. Estaríamos realizando en verdad los valores del Reino de
Dios.
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