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jueves, 1 de noviembre de 2012


Contemplamos la constelación de todos los santos que en el cielo glorifican al Señor

Apoc. 7, 2-4.9-14; Sal. 23; 1Jn. 3, 1-3; Mt. 5, 1-12
Hay personas a las que les gusta subir en la noche a las altas montañas - en nuestro caso, por ejemplo irse a Izaña o Las Cañadas del Teide, nuestras más hermosas montañas - para contemplar en una noche despejada y sin luna, y sin los reflejos de las luces artificiales de nuestras ciudades, las estrellas, las constelaciones, y toda la maravilla del firmamento que podemos contemplar con nuestros ojos.
Es una gozada de espectáculo que nos ofrece la naturaleza. Es una experiencia bella y rica en sensaciones y parece como que el espíritu se eleva para irse tras las estrellas y más allá incluso. Sí, hay que irse a esas alturas donde las luces artificiales de nuestras ciudades no nos impidan ver ese cielo estrellado, porque esas luces como que nos encandilan y nos impedirán contemplar en toda su pulcritud la belleza del firmamento.
Pues bien, creo que la fiesta que celebramos hoy es algo así como irnos a lo alto para ver las estrellas y es que al contemplar a todos los santos que hoy celebramos es como ver esas estrellas luminosas o tintineantes que nos atraen y nos hacen mirar también a lo alto, elevando nuestro espíritu y diciéndonos que en verdad es posible trascender nuestra existencia terrena y tenemos capacidad de ver y poder alcanzar también esa vida de eternidad. Contemplamos, sí y aprovechemos la riqueza de la imagen, el cielo estrellado de la gloria del Señor en todos los santos que cantan la gloria del Señor.
Hemos de cuidar, si, que luces caducas y artificiales pudieran distraernos o impedirnos encontrarnos con la verdadera luz de nuestra vida. Igual que decíamos que las luces artificiales de la tierra podían impedirnos contemplar la belleza de las estrellas del firmamento porque podían encandilarnos, así no podemos dejarnos seducir por esos luces caducas sino que contemplando ese firmamento maravilloso de las estrellas de todos los santos podamos aspirar con seguridad y sin miedo a una santidad semejante a la suya que para nosotros es ejemplo y estímulo de la verdadera santidad.
Celebrar la fiesta de todos los santos es contemplar, sí, esas estrellas, que no nos ofrecen su luz propia, aunque las estemos llamando estrellas, sino que nos estarán reflejando la luz del verdadero y único Sol de nuestra existencia, porque nos harán elevarnos hacia Dios. Nos están señalando un camino que nos eleva y que nos trasciende; nos estarán señalando el camino que nos impulsa hacia lo alto, hacia la verdadera santidad, siendo para nosotros ejemplo y estímulo de ese nuestro caminar.
El Apocalipsis nos habla de muchedumbres innumerables que nadie puede contar y nos está señalando que si así ahora en el cielo pueden cantar la gloria de Dios es ‘porque lavaron y blanquearon sus vestiduras en la sangre del Cordero’, porque un día en su vida supieron decir Sí a Dios y al amor y su vida desde entonces se transformó, se transfiguró por la fuerza del Espíritu - ya para siempre serán los hijos de Dios - para seguir el camino que Jesús nos señala en los evangelios y nos describe tan bien en las Bienaventuranzas.
Ahora cantan ya eternamente en el cielo la alabanza y la gloria del Señor. ‘Hoy nos concedes celebrar la gloria de tu ciudad santa, la Jerusalén celeste que es nuestra madre, donde eternamente te alaba la asamblea festiva de todos los santos, nuestros hermanos’, como decimos en el prefacio.
‘¿Quiénes son y de dónde han venido?’ se pregunta la visión del Apocalipsis. Son, sí ‘la asamblea festiva de todos los santos, nuestros hermanos’; porque son nuestros hermanos, hombres y mujeres como nosotros que nos han precedido en el camino de la vida y que también con sus luchas y con sus debilidades como nosotros, sin embargo se mantuvieron fieles, caminaron ese camino de fidelidad a Dios y al amor, dejando transformar su vida por la gracia del Señor, como ya antes decíamos.
Porque en la fe supieron decir siempre ‘sí’ a Dios y se dejaron iluminar y conducir por su Palabra sintieron que Dios era su única y verdadera riqueza porque, no en los bienes terrenos sino en Dios en donde iban a alcanzar la verdadera plenitud. Desde Dios para siempre iban a encontrar el sentido y el valor para su existencia y ya ninguna luz artificial y humana podría encandilarles para separarles de ese camino de las bienaventuranzas que habían emprendido.
El Papa cuando nos convocaba con la Porta Fidei a este año de la fe nos decía: ‘Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación’.
Pues bien, hoy en esta solemnidad contemplamos a los santos, los que se dejaron conducir por la fe que les llevaba a Jesús y en Jesús encontraban todo el sentido y valor para su vida. Son para nosotros ejemplo y estímulo. En sus vidas queremos leer las Bienaventuranzas de Jesús. A ellos los llamamos hoy bienaventurados, los llamamos dichos, felices porque vivieron ese camino del evangelio y hoy viven la plenitud del Reino de Dios.
‘De ellos es el Reino de los cielos’ porque supieron ser pobres y puros de corazón, misericordiosos y amantes de la paz, sintieron fuertemente en su corazón el hambre por la justicia y la verdad y se hicieron en verdad solidarios con todos los que sufrían o carecían de todo, no importándoles incomprensiones ni persecuciones. Ellos participando ya en plenitud del Reino de Dios pueden contemplar a Dios cara a cara, tal cual es, como nos decía san Juan.
‘En ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad’, porque cuando contemplamos y celebramos a los santos vemos el ejemplo de su vida para nosotros; con el testimonio de su fidelidad y amor nos están recordando el camino de Jesús, el camino del evangelio que nosotros también hemos de recorrer; en ellos nos sentimos estimulados pero a través de ellos, por su intercesión, alcanzamos esa gracia del Señor que necesitamos.
No es un socorro mágico para que nos resuelva nuestros problemas o necesidades materiales lo que le pedimos a los santos. Es su intercesión para alcanzarnos esa gracia del Señor que a nosotros también cada día nos haga más santos - que ‘realicemos nuestra santidad por la participación en la plenitud del amor de Dios’, como decimos en una de las oraciones de la Misa -, para que un día podamos sentarnos también en la mesa del banquete del Reino de los cielos.

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