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miércoles, 31 de octubre de 2012


Esforzaos en entrar por la puerta estrecha…

Ef. 6, 1-9; Sal. 144; Lc. 13, 22-30
Mientras Jesús iba camino de Jerusalén enseñando por todos aquellos lugares por donde pasaba ‘se le acercó uno para preguntarle: Señor, ¿serán pocos los que se salven?’
Ya en otras ocasiones se le habían acercado a Jesús preguntándole qué había que hacer para heredar la vida eterna, como el joven rico; otros le preguntaban qué es lo que había que hacer, cuáles eran los mandamientos y el mandamiento principal; muchos se ofrecían a seguirle, aunque algunas veces con condiciones a los que Jesús se les mostraba con exigencias radicales para su seguimiento. Podríamos decir que era en cierto modo normal que alguien se preguntase si realmente se podía alcanzar aquella salvación y entonces, como ahora preguntan, si serán muchos o pocos los que se salven.
Nosotros nos hubiéramos puesto quizá a hacer rebajas o al menos a suavizar las condiciones para tratar de captar a la gente. Siempre andamos buscando medidas mínimas o el menor esfuerzo, quizá a ver cómo nos hacemos para nadar y guardar la ropa, como se suele decir en expresión vulgar y sencilla. En los raquitismos con que pretendemos medir muchas veces nuestra generosidad vamos buscando quizá lo mínimo que tendríamos que hacer para alcanzar la salvación.
Pero esas no son las medidas ni los parámetros de Jesús. Ya nos dirá en una ocasión que estamos con Él o estamos contra El. ‘El que no recoge conmigo desparrama’. Ahora tampoco se anda con chiquitas. ‘Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, nos dice. Os digo que muchos intentarán entrar pero no podrán’. ¿Será que el Señor quiere ponérnoslo difícil? ¿La salvación tiene un ‘númerus clausus’, un número predeterminado y de ahí no se puede pasar? Ya hemos escuchado en el Evangelio que Jesús nos dice que lo que El quiere es la salvación para todos los hombres. Tiene un carácter y sentido bien universal. Hoy nos está hablando que vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur y se sentarán en la mesa del Reino de los cielos.
Lo que nos está pidiendo Jesús es que cuando demos respuesta a su amor y a la salvación que El nos ofrece en verdad la aceptemos con toda nuestra vida, y que decimos que le amamos y queremos seguirle tiene que ser con toda nuestra vida, en todo lo que hagamos. Que no podemos dejar como lagunas en nuestra vida diciendo, bueno en esto sí, pero en aquello que me cuesta un poco más, pues ya veremos o eso lo dejamos para otro momento. Cuando seguimos a Jesús hemos de hacerlo con toda radicalidad, no valen las medias tintas. Ya nos decía en otra ocasión que no podemos poner la mano en el arado y volver la vista atrás, para hacer nuestras componendas.
Cuando se trata de darle una respuesta de amor ha de ser con todas sus consecuencias, porque la medida del amor con que hemos de amar es el amor que El nos tiene. Y ya sabemos cómo de generoso es su amor y lo universal que es su amor, porque a todos quiere amar y entonces a todos nosotros hemos de amar.
No  nos valen los subterfugios de si yo soy religioso de toda la vida o yo hice una promesa y regalé no sé cuantas cosas. A Dios no lo podemos engañar y no nos podemos quedar en apariencias. Ya sabemos cómo Jesús hablaba fuerte a los fariseos por su hipocresía a los que llamaba sepulcros blanqueados porque por fuera muy bonitos en la apariencia pero por dentro lleno de podredumbre y maldad. Por eso les dice que vendrán otros y se les adelantarán en el Reino de Dios. Sería tremendo que nos creyéramos buenos porque actuamos por las apariencias y luego escuchemos de labios de Jesús ‘alejaos de mí, no os conozco’.
Una llamada que nos hace el Señor a la rectitud de nuestro corazón y al seguimiento radical aunque nos cueste. Nos sentiremos débiles y sin fuerzas propias en muchas ocasiones, pero sabemos que nunca nos faltará la gracia y la fuerza del Señor.

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