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domingo, 28 de octubre de 2012


Al momento recobró la vista y lo seguía por el camino

Jer. 31, 7-9; Sal. 125; Hb. 5, 1-6; Mc. 10, 46-52
¿Cuál es la luz que realmente nosotros buscamos para nuestros ojos? O lo que en cierto modo es lo mismo preguntarnos, ¿cuál es la ceguera que nosotros tenemos? Comienzo haciéndome estas preguntas ante el episodio que nos narra hoy el evangelio. Muchas más podrían ser las preguntas que siguiéramos haciéndonos.
El evangelio nos habla de un ciego que está allí al borde del camino pidiendo limosna en las afueras de Jericó cuando pasa Jesús camino de Jerusalén. La imagen del ciego al borde del camino nos está hablando de su pobreza, una pobreza a la que quizá le haya llevado su ceguera. Suplica a los que pasan desde su necesidad; le falta la luz de sus ojos y su vida se ve envuelta en mil problemas que le llevan a esa situación de muchas carencias en su vida.
Muchos ciegos al borde del camino nos encontramos en el evangelio, pero ¿no habrá muchos ciegos al borde del camino de la vida por donde nosotros transitamos? Será la carencia de luz para sus ojos ciegos - y ya podemos comprender lo duro que es ir en la vida con esa carencia física - pero pueden ser otras las oscuridades que puedan anular la vida y llenarla de muchas limitaciones cuando nos vemos envueltos por los problemas de cada día o cuando hayamos perdido la ilusión y la esperanza. Cuando se llega a una situación así parece que se camina dando tumbos y sin un rumbo verdadero.
Bartimeo - así se llamaba el ciego de Jericó, el hijo de Timeo - se enteró que quien pasaba era Jesús y se puso a gritar. ‘Hijo de David, ten compasión de mi’. Un grito muy profundo por su gran sentido. Sin embargo, aquellos gritos molestaban a algunos de los que también iban de camino. Sigo haciéndome preguntas, ¿por qué? ¿molestaba la ceguera y la pobreza de aquel hombre porque quizá estaba reflejando sus propias pobrezas y cegueras? Algunas veces no nos gusta mirarnos en el espejo, no nos gusta vernos retratados porque tendríamos que reconocer nuestra propia situación.
Pero Jesús no pasa de largo. Jesús se detiene. Jesús pide que lo llamen y lo traigan. Aunque algunas veces nosotros nos llenemos de dudas, Jesús si está atento a nuestro grito y a nuestras necesidades. A los que antes les molestaban aquellos gritos ahora les toca, mal a su pesar, que conducir a aquel ciego hasta Jesús. ‘Animo, levántate, que te llama’, le dicen. Con lo fácil que es tender una mano para levantar en el ánimo y la esperanza a quien encontramos al borde del camino… Algunas veces nos resistimos y no queremos arrancarnos de nuestra comodidad o nuestra rutina. Necesitamos quizá un toque de atención para salir de nuestras cegueras y cerrazones y comenzar a tener otras ilusiones en la vida que nos conduzcan a una mayor plenitud.
‘Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús’. Sabía que algo nuevo y bueno le iba a suceder. No necesitaba ya de aquel manto signo de su pobreza y necesidad. Para poder dar el salto que le acercase a Jesús tendría que liberarse de muchas cosas, quitar todos los impedimentos. Muchas veces nos cuesta, pero él estaba decidido a lo nuevo que aparecía en su vida. Ninguna oscuridad le iba a atar de aquí en adelante.
‘¿Qué quieres que haga por ti?... Maestro, que pueda ver…’ ¿No estaba él al borde del camino para pedir limosna desde necesidad y pobreza? Pero no le pide limosna, ninguna cosa material a Jesús. ‘Que pueda ver’. Lo que necesita es la luz y la luz ya la está encontrando antes incluso que Jesús le diga que ya está curado. La fe ha obrado el milagro en su corazón.
Una luz ha llegado de verdad a su vida en el encuentro con Jesús. Sus ojos se han abierto y qué bellas vería todas las cosas porque esa es la primera sensación que tienen los que han recobrado la luz de sus ojos, pero es otra belleza la que puede contemplar. ‘Al momento recobró la vista y lo seguía por el camino’, dice el evangelista. Conoció a Jesús, se despertó la fe en su corazón y ya desde entonces era discípulo que seguía a Jesús por el camino. Pudo contemplar la belleza de la fe, la belleza de una vida iluminada por la fe donde todo adquiere ahora un nuevo sentido.
A partir de este momento seguro que a muchos otros se les abrieron también los ojos del alma para descubrir quizá cuáles eran sus cegueras. En el proceso de este ciego otros muchos lo iban acompañando, porque, ciegos al principio quizá sin darse cuenta de su ceguera, a la Palabra de Jesús pronto cambian y los que antes se oponían porque les molestaban los gritos de Bartimeo comienzan a abrir los ojos cuando comienzan a prestar el servicio de ayudar al ciego a llegar hasta Jesús. La fe y el amor nos hacen abrir los ojos de verdad.
Nos puede a nosotros también hacer mirar nuestras cegueras porque la fe se nos haya debilitado, hayamos perdido por alguna razón la ilusión o la esperanza en la vida, o se nos haya enfriado la intensidad de nuestro amor. Son muchas las cegueras que nos hacen insensibles a la luz verdadera porque nos cerramos, nos encerramos en nosotros mismos y nos cuesta ver la luz que puede hacer distinta nuestra vida.
Los problemas, la inestabilidad en que vivimos la vida quizá en estos momentos agravada por la crisis que pasa toda nuestra sociedad que no es sólo la económica, las limitaciones a que nos vemos sometidos cuando no podemos actuar con verdadera libertad, o las enfermedades, los sufrimientos o las debilidades que nos van apareciendo con el paso de los años. Esas cosas a veces nos encierran para no ver salidas, para perder la ilusión por la vida y la esperanza de poder hacer que las cosas sean mejores, oscurecen nuestra vida.
Son cegueras en las que nos sumergimos o nos hacen sumergirnos los demás. Porque una cosa terrible es cuando nosotros no sólo no trasmitimos ilusión y esperanza a los demás sino que incluso se las tratamos de quitar. ¿Seremos como aquellos que querían hacer callar los gritos del ciego de Jericó? ¿Nos estaremos dando cuenta, entonces, de cuáles son también nuestras cegueras?
Eso no tendría que pasarnos a los que creemos en Jesús y queremos seguirle. Sabemos que Jesús es nuestra luz y con El a nuestro lado nunca tendríamos que quedarnos ciegos. La fe que tenemos en El es esa luz que siempre nos ilumina. En esa fe que tenemos en Jesús nuestra vida tendría que estar siempre llena de alegría.
‘El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres’, repetíamos en el salmo, después de escuchar ese ilusionante anuncio de Jeremías invitándonos a la alegría. ‘Gritad de alegría… regocijaos… el Señor ha salvado a su pueblo… os congregaré de los confines de la tierra, entre ellos ciegos y cojos… una gran multitud retorna… los guiaré entre consuelos…’
Creo que después de esta reflexión que nos hacemos hemos de caer en la cuenta de una misión que tenemos en medio del mundo que nos rodea. Llenos de luz tenemos que anunciar la luz; llenos de esperanza en nuestro corazón estamos llamados a dar esperanza, a sembrar ilusión y optimismo en cuantos están a nuestro lado hundidos y desesperanzados. No podemos ser profetas de calamidades sino mensajeros de esperanza que ayuden a levantarse los corazones de tantos que sufren a nuestro lado. Como aquella gente que cambió y luego ayudaba dando ánimos al ciego para que fuese hasta Jesús que lo esperaba. Tenemos que hacer eso con nuestro mundo.
‘Señor, que pueda ver’, le pedimos nosotros también a Jesús. 

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