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martes, 18 de septiembre de 2012


En la encrucijada de los caminos tenemos que hacer brotar el fogonazo del amor
1Cor. 12, 12-14.27-31; Sal. 99; Lc. 7, 11-17

Las puertas de la ciudad de Naín es una encrucijada de caminos. Y ya no me refiero a los caminos que pudieran llegar desde otros lugares o atravesar estos parajes en diferentes direcciones sino que en este pasaje que nos ofrece hoy el evangelio vemos como allí se van a encontrar diferentes caminos. 

Un camino de vida se acerca a la ciudad, mientras una procesión de muerte, de dolor, soledad y sufrimiento va saliendo de ella. Pero va a surgir un fogonazo inmenso de luz y de amor que todo lo transformará para que desaparezcan las sombras de la muerte y comience a reinar la vida. El evangelio nos lo narra así: ‘iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín … y cuando estaba cerca de la ciudad resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda… al verla Jesús le dio lástima…’

Allí estaba Jesús que siempre va al encuentro del hombre, al encuentro de toda persona, sea cual sea su situación. Con Jesús siempre va la luz y va la vida. Por eso, aquel encuentro, como todos los encuentros con Jesús cuando nos dejamos encontrar por El va a ser un encuentro para la vida. Allí está el amor. Y donde hay amor no puede haber muerte ni dolor; donde hay amor todo se llena de luz y de vida; donde está el amor siempre renace la esperanza. Allí está Jesús. Dios es amor. Sintió lástima, dice el evangelista, se estremecieron las entrañas del amor.

Jesús viene a nuestro encuentro. Cuántas veces caminamos entre las lúgubres tristezas de las sombras de la muerte porque no dejamos entrar el amor en nuestra vida. Y pareciera en ocasiones que nos gusta andar entre esas tinieblas, porque sabemos donde está la luz y no vamos a su encuentro, sabemos como podemos iluminarnos y preferimos nuestros egoísmos, nuestras desganas para amar, o nuestros orgullos.

Los que iban saliendo de la ciudad se pararon cuando Jesús llegó hasta ellos. No podían seguir adelante en aquel camino de sombras si Jesús estaba allí. Se dejaron hacer por Jesús; se dejaron conducir y se acabó la muerte porque Jesús entregó aquel muchacho lleno  de vida a su madre. ‘Levántate’, le dice Jesús. ‘Levántate’ nos está diciendo tantas veces a nosotros, pero cuánto nos cuesta entrar en esa órbita del amor y de la vida.  Tenemos que aprender a abrir nuestros oídos, desentumecer nuestra vida tan aturdida en nuestros desamores. Tenemos que dejarnos resucitar.

Pero es que son caminos que nosotros hemos de saber hacer también; tenemos que aprender de Jesús a ir a esas ‘ciudades de Naín’ de nuestro tan lleno de desamor, de egoísmo y de insolidaridad. Los que creemos en Jesús tenemos que hacer su mismo camino y tenemos que ir llevando esa luz, despertando ese amor, suscitando esos deseos de solidaridad y justicia, resucitando a nuestro mundo muerto que nos rodea. Si no nos empeñamos seriamente en llevar esa vida, podríamos terminar nosotros envueltos en esas garras de muerte. Por eso quien cree en Jesús nunca se cruza de brazos o se queda estático simplemente viendo los problemas de nuestro mundo, o de nuestros hermanos, sin poner su mano para su solución.

Nos lamentamos continuamente con situaciones de crisis y de mal que envuelven nuestro mundo. Pero si cada uno de los que creemos en Jesús en lugar de contentarse con lamentaciones pusiera su granito de arena de amor, de más solidaridad, de más compartir generoso, de más responsabilidad ante los problemas de nuestra sociedad o en el cumplimiento de nuestros deberes, seguro que iríamos resucitando nuestro mundo, transformándolo y despertando mayor solidaridad y justicia en tantos que nos rodean. 

Es una responsabilidad que tenemos. Es una tarea en la que tenemos que empañarnos y haremos un mundo mejor. Es un camino que tenemos que recorrer. Es una luz que tenemos que hacer brillar.

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