Impulsados a hacer visible a Dios a los demás por
nuestra santidad y amor
Santos Apóstoles Felipe y Santiago el Menor
1Cor.
15, 1-8; Sal. 18;
Jn. 14, 6-14
A través del año en distintos momentos, según la
tradición de la Iglesia vamos celebrando la fiesta de los Apóstoles. Es
importante la celebración de la fiesta de los Apóstoles porque nos ayuda a
reflexionar y a expresar luego también con nuestra vida al tiempo que los
celebramos lo que significa nuestra pertenencia y nuestra vivencia de Iglesia
que está precisamente fundamentada sobre la roca de los Apóstoles.
Como expresamos en el prefacio ‘has cimentado tu Iglesia sobre la roca de los apóstoles para que
permanezca en el mundo como signo de santidad y señale a todos los hombres el
camino que nos lleva hacia ti’, nos lleva hasta Dios. Constituyó Jesús el
grupo de los Doce a los que llamó apóstoles y que puso como fundamento de su
Iglesia.
Son los primeros testigos de Cristo y de su
resurrección que nos han trasmitido el mensaje de Jesús y por la fe que nace de
esa predicación apostólica nos sentimos nosotros unidos a Cristo. Es una de las
características de la Iglesia precisamente su apostolicidad, fundamentada en la
ininterrumpida sucesión apostólica de los Obispos como sucesores que son de los
Apóstoles y en torno a los cuales se reúne y se convoca la verdadera Iglesia de
Cristo.
Hoy estamos celebrando a dos de dichos apóstoles,
Felipe y Santiago. Una tradición de la Iglesia romana nos habla de que fueron
sus reliquias las que se colocaron en la Iglesia de los Doce Apóstoles de Roma
al ser consagrada allá por el siglo VI y es por lo que se celebran de manera
conjunta estos dos apóstoles.
Felipe,
probablemente era ya de los discípulos del Bautista, porque aparece al
principio del evangelio de Juan llamado por Jesús después que Andrés y Juan se
habían ido tras Jesús a las indicaciones del Bautista. Será quien traiga hasta
Jesús a Natanael – ‘hemos encontrado a
aquel de quien hablan Moisés y los profetas’, que le dice - y luego lo
veremos en el diálogo con Jesús después de la última cena en el texto que hoy
se nos ha proclamado.
Santiago, no hemos de confundirlo con el Zebedeo, sino
que es el llamado Santiago el Menor, hijo de Alfeo, probablemente el pariente
del Señor del que se habla en los Hechos a quien se apareció Jesús, que fuera
el que estaba al frente de la Iglesia de Jerusalén y escribiera una carta que
conservamos entre las cartas canónica del Nuevo Testamento.
‘Hace tanto tiempo que
estoy con vosotros ¿y no me conoces,
Felipe?’, le dice
Jesús cuando Felipe le pide: ‘Muéstranos
al Padre y eso nos basta’. Jesús habla de que es el camino que nos lleva a
Dios. ‘Yo soy el camino, y la verdad, y
la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mi, conoceríais al
Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto’. Jesús habla claramente, pero
a los discípulos les cuesta entender, como tantas veces hemos dicho. Por eso
Jesús le responderá: ‘Quien me ha visto a
mí, ha visto al Padre… creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí…’
Queremos conocer a Dios; queremos acercarnos al
Misterio de Dios. Es el deseo más profundo que el hombre tiene en su corazón.
Conocer a Dios, ver a Dios. Aunque en el Antiguo Testamento está el concepto y
pensamiento de que quien ha visto ha Dios muere, sin embargo ese es siempre el
deseo más hondo que tenemos. Claro que quien viese a Dios se sentiría tan
inundado de la divinidad que, podríamos decir, se sentiría transportado al
cielo.
Ahora lo vemos desde la fe, pero tenemos la esperanza
de que un día se correrán esos velos del misterio de Dios y podremos contemplarle
cara a cara. Es el cielo, es la plenitud de Dios que solo podremos alcanzar
después de la muerte. Pero ahora, también ya desde la fe, podemos ir
contemplando a Dios contemplando a Jesús, contemplando las obras de Jesús que
son las obras del Padre.
Que se despierte esa honda aspiración de nuestro
corazón; que se nos despierte la fe para que deseemos en verdad conocer a Dios,
llenarnos de Dios, que desde Jesús podemos alcanzar. Para eso Jesús nos da su
gracia, se hace presente en los sacramentos, le escuchamos en su Palabra, pero
también le podemos sentir presente desde el amor. Allí donde amemos de verdad
sentiremos la presencia de Jesús y nos llenaremos de Dios.
Esto tiene muchas consecuencias para nuestra vida. La
primera es la santidad con que hemos de vivir para sentir a Dios; o más bien,
como consecuencia de que nos hemos llenado de Dios tenemos necesariamente que
ser santos. Pero tiene más consecuencias, y es que nosotros por nuestro amor,
por las obras buenas que hacemos, por nuestra santidad tenemos que hacer
visible a Dios para los demás. Cuánta responsabilidad, pero sentimos a Dios con
nosotros y su gracia no nos faltará.
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