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jueves, 3 de mayo de 2012


Impulsados a hacer visible a Dios a los demás por nuestra santidad y amor

Santos Apóstoles Felipe y Santiago el Menor
                                                                                                  1Cor. 15, 1-8; Sal. 18;
 Jn. 14, 6-14
A través del año en distintos momentos, según la tradición de la Iglesia vamos celebrando la fiesta de los Apóstoles. Es importante la celebración de la fiesta de los Apóstoles porque nos ayuda a reflexionar y a expresar luego también con nuestra vida al tiempo que los celebramos lo que significa nuestra pertenencia y nuestra vivencia de Iglesia que está precisamente fundamentada sobre la roca de los Apóstoles.
Como expresamos en el prefacio ‘has cimentado tu Iglesia sobre la roca de los apóstoles para que permanezca en el mundo como signo de santidad y señale a todos los hombres el camino que nos lleva hacia ti’, nos lleva hasta Dios. Constituyó Jesús el grupo de los Doce a los que llamó apóstoles y que puso como fundamento de su Iglesia.
Son los primeros testigos de Cristo y de su resurrección que nos han trasmitido el mensaje de Jesús y por la fe que nace de esa predicación apostólica nos sentimos nosotros unidos a Cristo. Es una de las características de la Iglesia precisamente su apostolicidad, fundamentada en la ininterrumpida sucesión apostólica de los Obispos como sucesores que son de los Apóstoles y en torno a los cuales se reúne y se convoca la verdadera Iglesia de Cristo.
Hoy estamos celebrando a dos de dichos apóstoles, Felipe y Santiago. Una tradición de la Iglesia romana nos habla de que fueron sus reliquias las que se colocaron en la Iglesia de los Doce Apóstoles de Roma al ser consagrada allá por el siglo VI y es por lo que se celebran de manera conjunta estos dos apóstoles.
 Felipe, probablemente era ya de los discípulos del Bautista, porque aparece al principio del evangelio de Juan llamado por Jesús después que Andrés y Juan se habían ido tras Jesús a las indicaciones del Bautista. Será quien traiga hasta Jesús a Natanael – ‘hemos encontrado a aquel de quien hablan Moisés y los profetas’, que le dice - y luego lo veremos en el diálogo con Jesús después de la última cena en el texto que hoy se nos ha proclamado.
Santiago, no hemos de confundirlo con el Zebedeo, sino que es el llamado Santiago el Menor, hijo de Alfeo, probablemente el pariente del Señor del que se habla en los Hechos a quien se apareció Jesús, que fuera el que estaba al frente de la Iglesia de Jerusalén y escribiera una carta que conservamos entre las cartas canónica del Nuevo Testamento.
‘Hace tanto tiempo que estoy con vosotros ¿y no  me conoces, Felipe?’, le dice Jesús cuando Felipe le pide: ‘Muéstranos al Padre y eso nos basta’. Jesús habla de que es el camino que nos lleva a Dios. ‘Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mi, conoceríais al Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto’. Jesús habla claramente, pero a los discípulos les cuesta entender, como tantas veces hemos dicho. Por eso Jesús le responderá: ‘Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre… creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí…’
Queremos conocer a Dios; queremos acercarnos al Misterio de Dios. Es el deseo más profundo que el hombre tiene en su corazón. Conocer a Dios, ver a Dios. Aunque en el Antiguo Testamento está el concepto y pensamiento de que quien ha visto ha Dios muere, sin embargo ese es siempre el deseo más hondo que tenemos. Claro que quien viese a Dios se sentiría tan inundado de la divinidad que, podríamos decir, se sentiría transportado al cielo.
Ahora lo vemos desde la fe, pero tenemos la esperanza de que un día se correrán esos velos del misterio de Dios y podremos contemplarle cara a cara. Es el cielo, es la plenitud de Dios que solo podremos alcanzar después de la muerte. Pero ahora, también ya desde la fe, podemos ir contemplando a Dios contemplando a Jesús, contemplando las obras de Jesús que son las obras del Padre.
Que se despierte esa honda aspiración de nuestro corazón; que se nos despierte la fe para que deseemos en verdad conocer a Dios, llenarnos de Dios, que desde Jesús podemos alcanzar. Para eso Jesús nos da su gracia, se hace presente en los sacramentos, le escuchamos en su Palabra, pero también le podemos sentir presente desde el amor. Allí donde amemos de verdad sentiremos la presencia de Jesús y nos llenaremos de Dios.
Esto tiene muchas consecuencias para nuestra vida. La primera es la santidad con que hemos de vivir para sentir a Dios; o más bien, como consecuencia de que nos hemos llenado de Dios tenemos necesariamente que ser santos. Pero tiene más consecuencias, y es que nosotros por nuestro amor, por las obras buenas que hacemos, por nuestra santidad tenemos que hacer visible a Dios para los demás. Cuánta responsabilidad, pero sentimos a Dios con nosotros y su gracia no nos faltará. 

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