Recordemos las maravillas del Señor
y alabémosle con toda nuestra vida.
Gén. 37, 3-4.12-13.17-28; Sal. 104; Mt. 21,
33-43.45-46
‘Recordad las
maravillas que hizo el Señor’, repetimos en el salmo. Recordar, sí, las
maravillas que el Señor ha realizado en nuestra vida moverá nuestro corazón a
la alabanza y a la acción de gracias; pero nos moverá también a actuar de
manera distinta, nos moverá a una vida más santa, porque recordando lo que ha
sido el amor del Señor en nuestra vida, necesariamente nos sentiremos
impulsados a amar más y mejor y a querer realizar en todo momento lo que es la
voluntad del Señor.
Es bueno repasar la historia de la salvación tal como
nos la trasmite la Biblia, porque es la historia del amor de Dios en nuestra
vida. No son hechos ajenos a nosotros ni lejanos de nuestra vida. Todo se
conforma conforme al plan de Dios, al plan de salvación que El tiene para
nosotros. Y además contemplando esa historia que está llena por parte del
pueblo elegido también de muchas infidelidades y pecados nos hace mirarnos
mejor a nosotros mismos para descubrir nuestro pecado y para sentirnos más
movidos a la conversión.
La historia de José, que escuchamos en la primera
lectura tomada del Génesis es algo más que una historia bonita que además tiene
su carga de dramatismo en los celos y envidias de los hermanos de José. Esa
historia entra en el plan de Dios, porque si José fue vendido para ser llevado
a Egipto, hemos de ver detrás de todo eso la Providencia de Dios; allí había de
bajar la familia de Jacob o Israel para que se formara aquel pueblo que iba a
ser el pueblo de la Alianza donde tantas maravillas iba a realizar el Señor.
Si la primera lectura nos ha recordado este episodio
importante en la historia del pueblo de Israel que es la historia de nuestra salvación,
la parábola que nos ofrece Jesús en el evangelio viene a reflejar también esa
historia, que es nuestra historia, en el aspecto dramático de nuestras
infidelidades y olvido de Dios. Ya comenta el evangelista que ‘los sumos sacerdotes y los fariseos al oír
sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos…’ Cómo tendríamos que
comprenderlo siempre también nosotros.
‘Había un propietario que plantó una viña, la rodeó de
una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a
unos labradores y se marchó de viaje…’ Nos recuerda en cierta manera el canto
de amor de mi amigo a su viña de lo que nos hablaba el profeta en el Antiguo
Testamento. Nos manifiesta el amor del Señor que nos cuida y que tanto nos ha
dado y nos ha regalado la vida, pero con tantas gracias y beneficios con que la
ha adornado; nos recuerda el mimo de Dios por su pueblo, por nosotros.
Pero el Señor nos pide frutos. ‘Llegado el tiempo de la vendimia envió a sus criados a percibir los
frutos que le correspondían’. ¿Cuáles son los frutos que damos al Señor
después de tanto amor? Si recordáramos, como decíamos antes, cuántas maravillas
ha hecho el Señor en nuestra vida, seguro que nos sentiríamos más motivados a
dar los frutos que nos pide el Señor.
Pero igual que aquellos labradores de la parábola
tenemos llena nuestra vida de infidelidad y de pecado. Tantas veces cerramos
nuestros oídos a las llamadas del Señor, cerramos nuestro corazón a la gracia
de Dios. Miremos lo que es la historia de nuestra vida. Cuántas veces y de
cuántas maneras el Señor nos ha hecho sentir su Palabra pero no hacemos caso,
hacemos oídos sordos a la Palabra de Dios. De cuántas maneras nos hace llegar
su gracia, pero no siempre nuestra respuesta es lo positiva que tendría que ser
porque no terminamos de convertirnos de verdad al Señor.
Un año más el Señor llega a nuestra vida en esta
cuaresma que estamos recorriendo camino de la celebración de la Pascua.
Escuchemos al Señor en nuestro corazón; demos frutos de amor y de santidad;
dejemos que la gracia divina renueve nuestro corazón y nuestra vida; demos
pasos hacia la fidelidad y el amor haciendo crecer nuestra fe, nuestra
espiritualidad, nuestro compromiso de amor.
Recordemos las maravillas del Señor y alabémosle con
toda nuestra vida.
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