Núm. 6, 22-27;
Sal. 66;
Gál. 4, 4-7;
Lc. 2,
16-21
‘Los pastores
fueron corriendo y encontraron a María, a José y al Niño acostado en el
pesebre’. Seguimos encontrándonos con Jesús. Seguimos celebrando a
Jesús. Seguimos celebrando el misterio de la Navidad. No nos cansamos en
nuestra alegría y nuestra fiesta. No nos cansamos de dar gracias a Dios porque
nos ha dado a su Hijo. Tanto es el amor que nos tiene que nos lo entregó.
Pero si todo se centra en Jesús en estos días – como
tiene que ser siempre en la vida del cristiano que no tiene otro centro que
Jesús y más en estos días de la Navidad – hoy miramos de manera especial a
María. Nos encontramos con María, como aquellos pastores que corrieron a Belén
para ver lo que les había anunciado el ángel del Señor. Es la madre del Niño recién
nacido que lo acuna en sus brazos maternales, pero es que es la Madre del
Señor, la Madre de Dios. ¡Cuánta maravilla!
Como nos sucede en nuestros comportamientos humanos
cuando en nuestro entorno nace un niño, nos alegramos y nos festejamos en aquel
nacimiento y vamos a ver al niño recién nacido, pero vamos también a ver a la
madre, a felicitarla, a regalarla con nuestro aprecio, nuestro cariño y
nuestras atenciones. Así la liturgia a los ocho días del nacimiento de Jesús,
aunque no hemos dejado de contemplar a la madre en todo momento siempre al lado
de Jesús, hoy de manera especial la Iglesia quiere festejarla, por eso, porque
es la Madre de Jesús, porque es la Madre de Dios.
Como nos decía san Pablo ‘cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer
(María), nacido bajo la ley… para que recibiéramos el ser hijos por adopción’. Qué
hermoso lo que nos dice el Apóstol ‘nacido
de una mujer’, por medio de María nos viene quien viene a hacernos hijos, a
rescatarnos y a salvarnos, a regalarnos la vida de Dios.
Recordamos en la historia la alegría de los cristianos
de Éfeso cuando en el concilio se declaró que siendo Jesús verdadero Hijo de
Dios, María era verdaderamente la Madre de Dios. Se organizaron inmediatamente
grandes desfiles procesionales y la gente se congregó para aclamar llena de alegría
a la Teotokos, a la Madre de Dios. Es lo que hoy estamos celebrando.
Ahí está María, en silencio como ella sabe hacerlo,
contemplando, meditando, guardando en su corazón todo cuanto está aconteciendo.
En silencio seguirá cantando a Dios desde su corazón porque grandes son las
maravillas que Dios está obrando en ella. No podemos pensar que aquel hermoso
cántico de María cuando lo de la visita a su prima Isabel fuera sólo algo que
saliera de su corazón en aquel momento, sino que hemos de reconocer que era el
cántico permanente del corazón de María.
María estará desbordando su corazón de gozo en el Señor
por cuanto sucede pero es que está viendo ante sus ojos aquello que
proféticamente había proclamado en aquel canto del Magnificat. Se había fijado
el Señor en su pequeñez y eso la había llevado a cantar al Señor. ‘Ha hecho el Poderoso obras grandes en mí;
su nombre es Santo’, cantaba María. Pero es que ahora son los pobres, los
pequeños, los humildes, los pastores de Belén los que han recibido la noticia
del cielo y los que vienen alabando al Señor que así se manifiesta a los
pequeños y los humildes.
‘Desplegó la fuerza de
su brazo… y ensalzó a los humildes y a los pobres colmó de bienes’. Mucha gente importante podría
haber en Belén en aquellos días o en la no tan lejana Jerusalén, pero será a
los pastores a los que llevó la Buena Noticia el ángel del Señor. Son los
pobres que son evangelizados, los pobres a los que llega la Buena Noticia. Así
son las maravillas del Señor. ‘Y los
pastores se volvieron dando gloria y alabanza al Señor por lo que habían visto
y oído, todo como les habían dicho’.
Nosotros también queremos cantar al Señor con María y
como los pastores de Belén. María nos enseña a cantar y bendecir al Señor. Y le
damos gracias por cuantas maravillas hace el Señor con nosotros y en favor
nuestro. No podemos dejar de bendecir al Señor. A nosotros que somos pequeños y
humildes también se nos manifiesta el amor del Señor. Aquí estamos con nuestra
pobreza, nuestras carencias y llenos de debilidades. El listado de nuestras
flaquezas humanas sería grande al que tenemos que unir nuestros muchos pecados.
Pero el Señor nos ama. El Señor a nosotros también nos está regalando su amor a
través del amor de cuantos nos rodean. Sepamos ver la mano del Señor.
Y además el Señor nos ha regalado a María, su Madre, la
Madre de Dios, que es también nuestra madre a la que queremos amar con todo
nuestro corazón. María, la Madre del Señor que está ahí delante de nuestros
ojos enseñándonos tantas cosas con su vida, siendo un estímulo grande en el
camino de nuestra santidad y superación personal, pero que también nos está
alcanzando la gracia del Señor con su poderosa intercesión maternal.
En la octava de la Navidad hoy estamos celebrando a
María pero no somos ajenos al discurrir de la vida y de los tiempos en este día
que es también el comienzo del Año. Es un día en que todos se felicitan y se
desean lo mejor para el año nuevo. Es un día en que imploramos las bendiciones
del Señor para nosotros y para nuestro mundo. Que el Señor vuelva su rostro
sobre nosotros, como nos decía la bendición de libro de los Números, porque
bien que necesitamos su favor y su gracia. No vamos ahora a hacer aquí un
listado de cuantos problemas afectan a nuestro mundo que todos somos bien
conscientes de ello, pero sí pedimos la gracia y la bendición del Señor para
que los hombres tengamos la sabiduría de encontrar los caminos que nos
conduzcan por caminos de luz, nos conduzca por caminos de paz y de progreso para
todos para que nadie sufra, para que todos en verdad tengan una vida digna.
Este día primero del Año desde hace mucho tiempo que ha
convertido en la Iglesia en una Jornada de oración por la paz. Es la paz
anunciada por los ángeles en el nacimiento de Jesús porque para todos es la
paz, porque todos somos amados de Dios. Como siempre el Papa nos ha enviado un
hermoso mensaje para esta Jornada de la Paz con el título ‘educar a los jóvenes en la
justicia y en la paz’.
No podemos detenernos aquí con todo detalle en dicho
mensaje y solo entresacamos algunos párrafos. ‘La paz es fruto
de la justicia y efecto de la caridad. Y es ante todo don de Dios. Los
cristianos creemos que Cristo es nuestra verdadera paz: en Él, en su cruz, Dios
ha reconciliado consigo al mundo y ha destruido las barreras que nos separaban
a unos de otros (cf. Ef. 2,14-18); en Él, hay una única familia reconciliada en
el amor. Pero la paz no es sólo un don que se recibe, sino también una obra que
se ha de construir. Para ser verdaderamente constructores de la paz, debemos
ser educados en la compasión, la solidaridad, la colaboración, la fraternidad…
«Bienaventurados los que
trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). La
paz para todos nace de la justicia de cada uno y ninguno puede eludir este
compromiso esencial de promover la justicia, según las propias competencias y
responsabilidades. Invito de modo particular a los jóvenes, que mantienen
siempre viva la tensión hacia los ideales, a tener la paciencia y constancia de
buscar la justicia y la paz, de cultivar el gusto por lo que es justo y
verdadero, aun cuando esto pueda comportar sacrificio e ir contracorriente.
A todos
vosotros, hombres y mujeres preocupados por la causa de la paz. La paz no es un
bien ya logrado, sino una meta a la que todos debemos aspirar. Miremos con
mayor esperanza al futuro, animémonos mutuamente en nuestro camino, trabajemos
para dar a nuestro mundo un rostro más humano y fraterno y sintámonos unidos en
la responsabilidad respecto a las jóvenes generaciones de hoy y del mañana,
particularmente en educarlas a ser pacíficas y artífices de paz’.
Que
el Señor vuelva su rostro sobre nosotros y nos conceda su paz. María, Madre y
Reina de la paz nos la alcance del Señor.
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