Gén. 2, 4-9.15-17;
Sal. 103;
Mc. 7, 14-23
Ayer escuchábamos en el evangelio la queja de los fariseos a Jesús porque sus discípulos comían sin lavarse las manos. Ya el propio evangelista nos explicaba cómo ‘los fariseos no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores’.
Alguien pudiera entender que era simplemente una medida higiénica como podamos hacer nosotros también de lavarnos las manos antes de comer. Pero para los judíos era algo más, era un problema de pureza o impureza legal. Podían haber tocado algo que consideraran impuro, y eso les podía hacer impuros a ellos. Ya sabemos cómo incluso algunos animales los consideran impuros y ni los tienen ni los pueden comer.
Tras la respuesta que ayer escuchábamos que Jesús les daba eso le da ocasión para sentenciar como hoy lo hemos escuchado. ‘Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. El que tenga oídos para oír que oiga’. Cuando lleguen a casa los discípulos le pedirán a Jesús que les explique lo que acaba de decir.
Creo que nosotros lo podemos tener claro, aunque luego quizá sigamos con esa maldad dentro de nosotros porque no seamos capaces o no tengamos fuerza para quitarla. ‘Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre’, prosigue diciendo Jesús. ‘Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, los malos deseos, robos, homicidios, adulterior, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro’.
Creo que no es necesario mucha explicación. Sabemos cómo nace en el corazón del hombre la maldad y los malos deseos, el egoísmo que nos encierra y la envidia que no sólo nos corroe por dentro sino que también es destructiva con los demás. Cuánto daño nos hacemos a nosotros mismos y cuánto daño hacemos a los demás. Y así podemos pensar en tantas maldades como nos surgen tantas veces, o las que nos vemos tentados. A todos nos cuesta arrancar de nosotros esas maldades, pero es una tarea en la que tenemos que empeñarnos de verdad. Si nos puede valer, fijémonos en el daño que hacen los demás cuando actúan movidos por esas maldades que salen del corazón, para que nosotros no caigamos en esas tentaciones de actuar así.
‘Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios’, nos decía Jesús en las bienaventuranzas. Tenemos que limpiar y purificar nuestro corazón no dejando que se nos meta tanta maldad. Unos ojos limpios, una mirada sin maldad, unos sentimientos buenos, una alegría clara hemo de tener en todo momento. Con actitudes positivas así llenamos nuestra vida de luz pero también iluminamos a los demás y podemos ser todos más felices. Y lo podemos hacer cuando nos llenamos de amor para superar todo egoísmo y vencer tantos orgullos.
Pero es una tarea que no realizamos solos o por nosotros mismos. Es el Señor el que nos purifica de toda esa maldad y nos ofrece su perdón para cuando nos hayamos dejado arrastrar por ella. La misericordia del Señor es grande. Su gracia nos acompaña siempre y nos da fuerza para superar toda tentación.
‘No nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal’, le pedimos al Señor todos los días cuando rezamos el padrenuestro. Que no sean palabras que decimos y que lleva el viento, sino que con verdadero deseo las digamos en nuestra oración porque así queramos en todo momento llenar nuestro corazón de luz. Que con una mirada limpia porque tengamos puro nuestro corazón de maldad podamos ver a Dios.
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