Is. 58, 7-10;
Sal. 111;
1Cor. 2, 1-5;
Mt. 5, 13-16
‘A esto le falta sal, no sabe a nada’, habremos dicho en más de una ocasión. O ‘qué oscuro está este lugar, necesitaria unas luces para poder ver por donde se camina’. Al escucharme estas frases podemos estar pensado en una comida que nos ha salido insípida o podemos pensar en un lugar cualquiera al que le harían falta unas luces para poder caminar sin peligro en la noche. Pero seguro que podríamos estar pensando en algo más, que no sea referirnos a una comida o a unas luces en la calle.
Creo que es en lo que quiere hacernos pensar hoy la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. Porque realmente nos está diciendo Jesús que nosotros tenemos que ser esa sal y esa luz. Mal nos podrían disolver en un alimento o ponernos de luminarias en una vía. Pero sí nos dice Jesús: ‘Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo…’
Después de habernos proclamado el mensaje de las Bienaventuranzas como escuchamos el pasado domingo, hoy nos viene a decir esto Jesús. Y que la sal no se puede desvirtuar, perder su sabor, ni la luz se puede ocultar, sino que tiene que dar sabor y tiene que alumbrar. Gran mensaje y gran exigencia nos está planteando Jesús.
Triste sería que nos dijeran que al mundo le falta sabor porque nosotros no se lo hemos sabido dar. Aunque hemos de reconocer que desgraciadamente nuestro mundo cada vez más en muchos va perdiendo ese sabor de Cristo. Somos conscientes de cómo muchos van perdiendo el sentido de una religiosidad auténtica, pero cómo también se van perdiendo los valores cristianos en nuestra sociedad. Cuántas violencias, cuántos resentimientos, cuánta venganza, cuánto odio, cuánto individualismo… Pero eso ha de hacernos sentir inquietud en nuestro corazón.
Creer en Jesús y ser su discípulo para seguirle significaría que tanto nos hemos impregnado del mensaje del Reino de Dios, del mensaje del Evangelio que tendríamos que ser como quienes tanto se han empapado de una fuerte colonia que vamos dejando el rastro de su olor allá por donde quiera que vamos. Pero que no es sólo olor, aunque ya san Pablo nos dirá también que tenemos que dar ‘el buen olor de Cristo’, sino que nosotros hemos de ser como la sal que se diluye de tal manera en nuestro mundo, en quienes nos rodean, que van a adquirir un nuevo sabor, el sabor y el sentido de Cristo.
Esto claro, tiene sus exigencias para nuestra vida. Porque no vamos a llevar nuestro sabor sino el de Cristo, no vamos a llevar nuestra luz sino la de Cristo. Es así, entonces, como tenemos que empaparnos nosotros de ese sabor de Cristo y de su evangelio. Eso significará cómo tenemos que estar unidos a Cristo, cómo tenemos que dejar conducir por su Espíritu.
Para ser esa sal que lleve el sabor de Cristo allí donde estemos tenemos que cada día más dejarnos transformar por el Espíritu del Señor. Eso entraña ese cultivo de nuestra vida espiritual y cristiana en la escucha de la Palabra, en la oración, en ese crecimiento espiritual. No podemos dejar que esa sal que tenemos que ser se desvirtúe, pierda sabor.
Por eso, siempre espíritu de superación y crecimiento. De ahí que nos revisemos continuamente para no decaer en rutinas y frialdades. Porque si no nos cuidamos espiritualmente también podemos enfriarnos y ya sabemos en que termina una frialdad espiritual. Es necesario estar atentos para vivir intensamente todas esas virtudes y valores cristianos. Y eso tenemos que hacerlo en todas las etapas de nuestra vida, seamos jóvenes o seamos mayores, en cualquier situación.
Cuando Jesús nos ha dicho que tenemos que ser luz, ha terminado diciéndonos: ‘alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo’. Tenemos que iluminar y serán nuestra buenas obras, las obras de nuestro amor las que harán resplandecer nuestra luz.
De forma muy concreta nos ha hablado el profeta Isaías. ¿Cómo romperá a brillar nuestra luz para hacer desaparecer toda oscuridad? ‘Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo, no te cierres a tu propia carne’, nos dice. Más adelante continúa: ‘cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia… brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía’.
Son las obras del amor las que tienen que resplandecer para hacer desaparecer toda oscuridad. Cuánto negativo tenemos que quitar y purificar de nuestra vida: egoísmo, maldad, malos tratos, violencia, insultos, envidias y resentimientos, orgullos que nos envanecen, desprecios que humillan a los demás, malos gestos que pueden herir a los que nos rodean, injusticia, corrupción, hipocresía, mentira… todo eso son sombras y oscuridades que fácilmente se nos pueden meter en la vida. Tenemos que revisarnos, como decíamos antes, porque algunas veces nos cegamos tanto que no nos queremos dar cuenta de lo negativo que podamos tener.
A la contra, actuando en positivo, tiene que resplandecer nuestra generosidad, nuestra capacidad de desprendernos de lo nuestro para compartir; hemos de tener un corazón puro y limpio para abrirlo generosamente con amor y seamos capaces de ser siempre acogedores con los demás; la compasión y la misericordia han de ser tan fervientes en nosotros para ser siempre comprensivos con los otros, dispuestos siempre a perdonar y a disculpar, a mirar siempre en positivo a los que nos rodean y ser colaboradores generosos en todo lo bueno que hay o se puede hacer a nuestro lado.
Qué mundo tan feliz lograríamos si fuéramos capaces de impregnar de este sabor del amor, este sabor de Cristo a cuantos nos rodean. Ese tendría que ser siempre nuestro compromiso, nuestra tarea. Así estaríamos llevando la luz de Cristo a nuestro mundo. No nos quejaríamos de oscuridades, como decíamos al principio, y todo tendría otro sabor más gustoso porque nos haría felices a todos.
Y eso no es necesario ir muy lejos para realizarlo. Empecemos ahí donde estamos, en la familia, en donde realizamos nuestra convivencia, en el círculo de nuestros amigos o nuestros vecinos, en nuestro lugar de trabajo. Vayamos poniendo esos granitos de sal y de luz, con esa palabra buena, con ese gesto de cariño y amistad, con ese compartir generoso ante cualquier necesidad.
Seremos buena sal, seremos hermosa luz. Nuestro mundo sería mejor. Estaríamos plantando así a Jesús y el Reino de Dios en nuestra sociedad.
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