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domingo, 16 de enero de 2011

El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo


Is. 49, 3.5-6;
Sal. 39;
1Cor. 1, 1-3;
Jn. 1, 29-34


He de confesar que cuando me he dispuesto a preparar la celebración de este domingo segundo del tiempo ordinario, repasando todos los textos de la celebración, no sólo la Palabra proclamada sino también las distintas oraciones que nos ofrece como propias la liturgia de este día, me he fijado de manera especial en una de las oraciones,
Nos recuerda algo muy importante que siempre hemos de tener presente en toda celebración de fe, en toda celebración cristiana. Es el ‘hoy’ de la salvación que celebramos. No hacemos un mero recuerdo como podríamos recordar otros hechos históricos. Es memorial del sacrificio de Cristo, decimos, que es lo mismo que vivir ahora, hacer presente sacramentalmente el sacrificio pascual de nuestra salvación.
Pediremos ‘participar dignamente de estos misterios, pues cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo se realiza la obra de nuestra salvación’. Se realiza aquí y ahora. Aquí y ahora estamos viviendo la salvación en el misterio de Cristo que celebramos. Algo hermoso que no hemos de olvidar. Algo, por supuesto, que podemos vivir por la fe y desde la fe. Muchas consecuencias se tendrían que sacar para la vivencia de nuestras celebraciones y que nos ayudaría tanto en nuestra vida cristiana.
Litúrgicamente entramos en el tiempo ordinario el lunes pasado una vez celebrado el Bautismo de Jesús. Pero por la Palabra del Señor que hoy se nos ha proclamado, la Palabra que ‘hoy’ nos ha dicho el Señor, podemos decir sigue siendo Epifanía. Es lo que se nos expresa en el texto del Evangelio que sigue teniendo resonancias del Bautismo de Jesús en las palabras del Bautista.
Se nos está manifestando, se nos está señalando, como lo hace el profeta y como lo hace Juan, quién es Jesús: Siervo, luz de las naciones, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, Hijo de Dios. Con estas palabras, progresivamente, se nos va manifestando quién es Jesús y su misión con una hondura grande y que podemos llegar a descubrir porque el Espíritu de Dios nos lo va revelando en el corazón, como le sucedió al Bautista.
‘Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso… desde el vientre me formó siervo suyo’, que nos dice el profeta Isaías. Resuenan de alguna manera las palabras escuchadas en el Jordán: ‘Tú eres mi Hijo, amado, mi predilecto’. El Hijo de Dios que se humilló, se hizo el último, se hizo siervo para su entrega, para su inmolación como el Cordero inmolado en el sacrificio, como el cordero pascual que al comerlo les hacía hacer memoria del paso salvador del Señor que los sacó de Egipto.
Por eso ahora lo señalará Juan como el Cordero de Dios, el que se va a inmolar para quitar el pecado del mundo. Es el Cordero de Dios, pero sobre quien va a bajar el Espíritu en forma de paloma para estar sobre El porque es el Hijo de Dios. ‘Yo lo he visto, dice Juan, y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios’. Juan dice, ‘no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua para que sea manifestado a Israel’. Pero ha recibido revelación de Dios para que pueda dar testimonio. ‘El que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu Santo… ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo… ése es el Hijo de Dios’.
Nos está haciendo referencia a todo lo sucedido en el Bautismo de Jesús en el Jordán; lo que escuchábamos ya el domingo pasado en el relato de Mateo o de cualquiera de los otros sinópticos. Por eso decíamos aunque litúrgicamente en tiempo ordinario de alguna manera sigue siendo Epifanía, manifestación del Señor, de la gloria del Señor.
También nosotros tenemos que escuchar lo que nos señala el Bautista. ‘Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Y confesamos así nuestra fe en Jesús, nuestra salvación, nuestra luz y nuestra vida. Por esa fe en Jesús somos nosotros bautizados en ese bautismo nuevo en el Espíritu. Confesamos así nuestra fe en Jesús el Hijo de Dios, como terminará Juan señalándonos. Pero al mismo tiempo estaremos reconociendo todo lo que al ser bautizados en el Espíritu nosotros recibimos al ser también en el Hijo hijos de Dios, con esa gracia y dignidad nueva que Cristo nos regala.
La liturgia recogerá estas palabras del Bautista haciéndolas suyas para que así nosotros en distintos momentos invoquemos también a Jesús. ‘Señor Dios,Cordero de Dios, Hijo del Padre, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… atiende nuestras súplicas’, cantamos y pedimos en el himno del Gloria. ‘Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… danos la paz’, volveremos a repetir como invocación y como súplica en el rito de la Comunión en la Eucaristía.
Y finalmente al presentarnos a Cristo Eucaristía invitándonos a sentarnos y participar de la mesa del Señor se nos vuelve a señalar: ‘Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Ya no es el cordero de la antigua pascua que comían los judíos cada año recordando el paso del Señor que les liberó de la esclavitud de Egipto, sino que será Cristo mismo al que somos invitados a comer para que se produzcan en nosotros los frutos de la nueva Pascua, la de la Alianza nueva y eterna.
La sangre de aquel cordero marcó las puertas de los judíos como señal para su liberación. La Sangre del Cordero de la Nueva Alianza nos lava y nos purifica, nos da vida, nos llena de gracia, nos marca como los hijos del Reino, nos hace miembros del nuevo pueblo que es la Iglesia. Somos los santos y consagrados en la Sangre y en el Espíritu que invocamos el nombre del Señor para cantar siempre su gloria, como nos señalaba Pablo en la carta a los Corintios.
Dichosos nosotros, sí, que podemos comerle, sentarnos a su mesa, la mesa de los hijos. Dichosos nosotros, sí, que al comerle nos sentiremos inundados de su gracia, de su paz, de su amor, de su vida nueva. Dichosos nosotros por esa santidad a la que nos llama cuando nos ha consagrado en el Espíritu al recibir el Bautismo.
Y todo eso lo celebramos y lo vivimos, como decíamos al principio, no como un recuerdo, sino como algo presente ahora y aquí en nuestra celebración y en nuestra vida. Aquí y ahora estamos viviendo ese momento salvador. Aquí y ahora está Cristo, Cordero de Dios, presente en medio nuestro. Aquí y ahora estamos celebrando todo el misterio de nuestra salvación.
¿Nuestra respuesta a todo este misterio de salvación que celebramos? Primero que nada la fe que nos haga reconocer esa presencia salvadora de Cristo en medio nuestro. Pero también, como hemos dicho en el salmo, ‘aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad’; la ofrenda de nuestro corazón, de nuestro yo, de nuestra vida toda, de nuestra obediencia de fe, del cumplimiento de su voluntad en todo momento. Vivir como esos consagrados que somos, como esos santos tal como nos llama San Pablo.

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