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sábado, 9 de octubre de 2010

Hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús

Gál. 3, 22-29;
Sal. 104;
Lc. 11, 27-28

Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús’, nos dice la carta a los Gálatas. Es el gran regalo de la fe. El gran regalo de Dios. Es la salvación de Dios que nos ofrece en Cristo Jesús. ‘Tu fe te ha salvado’, escuchamos muchas veces a Jesús decir en el evangelio a aquellos que han creído en El y han recibido su gracia, se han curado, han recibido el perdón de los pecados.
Por la fe en Cristo Jesús recibimos esa salvación de Dios que nos hace hijos de Dios. No nos cansamos de repetirlo, de meditarlo en nuestro corazón, de darle gracias a Dios por tan hermoso regalo. Creemos en Jesús y en Jesús, por la fe que tenemos en El nos hacemos hijos de Dios. Nos ha dado su Espíritu que nos llena de la vida de Dios, que nos hace hijos de Dios.
Los que os habéis incorporado a Cristo por el Bautismo, os habéis revestido de Cristo’. Y revestirnos de Cristo no es ponernos un traje como quien se pone un uniforme externo pero por dentro sigue igual. Ese revestirnos de Cristo es hacernos uno con Cristo, configurarnos con El para vivirle a El. Ya vivimos una vida nueva y distinta. Por eso san Pablo nos dirá que somos hombres nuevos, que somos criaturas nuevas. Es que ya en nosotros lo viejo del pecado no tiene que existir. Lo nuevo de la gracia es lo que tiene que resplandecer en nosotros. ¡Qué cosa más hermosa!
Y esto tiene que tener muchas consecuencias para nuestra vida. San Pablo nos dice hoy que ‘ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres…’ todo eso sería externo y accidental. Lo importante es lo que nos une. ‘Todos sois uno en Cristo Jesús’, termina diciéndonos. ¿Cómo tenemos, entonces, que mirarnos o tratarnos? Los lazos del amor desde la fe que tenemos en Cristo Jesús nos unen, nos hacen hermanos, nos hacen querernos. Cómo tenemos que traducir eso en el día a día de nuestra vida, en nuestras posturas hacia los demás, en nuestro trato con los otros, en la cercanía, la amistad y la unidad entre todos.
Esa unión con Jesús con esa vida nueva de la que nos hace partícipes por la fuerza de su Espíritu nos tiene que llevar a una vida santa, a una vida de una unión íntima y profunda con Dios en nuestra oración, en la escucha de su Palabra allá desde lo más hondo de nuestro corazón. Unidos a Jesús como los sarmientos a la vid, que nos dice en otro lugar del evangelio. Es que ya sin Cristo nada somos ni nada podemos hacer. Cómo tenemos que crecer en santidad, en gracia en nuestro corazón.
Hoy en el evangelio hemos escuchado unas alabanzas a María. Primero de aquella mujer anónima que, escuchando a Jesús, grita en medio de la multitud. ¡Dichosa la madre de tal Hijo! ‘¡Dichoso el vientre que te llevó y dichosos los pechos que te criaron!’. Pero será también la alabanza de Jesús. La alabanza de Jesús para todos aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen, pero que es una alabanza primero que nada a María, la que supo escuchar y plantar como nadie la Palabra de Dios en su vida.
Escuchemos nosotros así la Palabra de Dios y crezca nuestra fe en Jesús. Escuchemos la Palabra de Dios que nos salva, nos llena de gracia, nos santifica. Escuchemos la Palabra de Dios y ya que por la fe en Cristo Jesús somos hijos de Dios, aprendamos a ser hijos, a vivir como hijos, a resplandecer en esa santidad que tiene que inundar nuestra vida.

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