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jueves, 7 de octubre de 2010

El Rosario: Una contemplación del misterio de Cristo de mano de María


Hechos, 1, 12-14;
Sal.: Lc. 1, 46-54;
Lc. 1, 26-38

Celebramos en este día una fiesta de la Virgen muy entrañable, de mucha devoción en el pueblo cristiano. Expresión de ello son las numerosas fiestas que en honor de la Virgen del Rosario se celebran en nuestros pueblos y que en la mayoría de las parroquias suele tenerse la bendita imagen de la Virgen del Rosario.
Como tal fiesta a celebrar en esta fecha tiene fue instituida por el Papa S. Pío V tras la victoria de Lepanto, atribuida a la oración del rosario que el pueblo cristiano había elevado al cielo con la intercesión de la Virgen y esta práctica piadosa. De ahí las numerosas representaciones que en esta fecha se tienen en muchos pueblos, en algunos las llaman ‘libreas’, que escenifican esta victoria obtenida con la intercesión de la Virgen. En su origen esta fiesta se llamó de Ntra. Sra. de las Victorias, pero sería el Papa Gregorio III el que le cambiara el nombre con el de fiesta de Ntra. Sra. del Rosario.
Pero el rezo del rosario es anterior a todo esto. Fue santo Domingo de Guzmán el que lo divulgaría extensamente entre el pueblo cristiano en aquella cruzada de predicación contra los errores y herejías de su tiempo en el siglo XIII. Pero en siglos anteriores, ya por el siglo IX los irlandeses hacían cordeles con nudos para contar las avemarías que rezaban a la Virgen en lugar de los salmos que rezaban los monjes en los monasterios pero que les eran más difíciles de rezar al pueblo llano.
Es y ha sido una oración que ha mantenido la fe del pueblo de Dios, que quizá no sabía de teologías ni de otras formas de oración y en el rezo del rosario mantenían su unión con Dios y el misterio de salvación de Cristo unido a la oración a María. Podríamos decir que ahí en esa sencillez está al mismo tiempo la profundidad de una oración que es al mismo tiempo contemplación del Misterio de Cristo. Mientras vamos desgranando con devoción las avemarías a la Madre, en nuestro corazón vamos meditando lo que llamamos los misterios, que no es otra cosa que un recorrer esa historia y misterio de salvación de Cristo mirada y meditada con los ojos y con la compañía de María.
Ese enunciado que se hace en el inicio de cada decena de avemarías, de cada misterio decimos, tiene que hacernos contemplar, meditar, ir rumiando en nuestro corazón todo ese misterio de Cristo. Nuestros labios pronuncian el nombre de María, invocan a María saludándola con las palabras del ángel y de Isabel pidiéndole una y otra vez que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte, pero nuestro corazón tiene que estar contemplando a Cristo, el amor de Dios, todo el misterio de la salvación en cada uno de esos momentos que se van proclamando.
Yo os invito y exhorto a que recemos el rosario pero dándole toda la hondura que tiene que tener siempre nuestra oración. Hagámoslo con pausa, sin prisas, con paz, bien absortos en la contemplación del misterio de Cristo y de María, su Madre y nuestra Madre. Me chirrían en los oídos los rosario rezados a la carrerilla como si se fueran persiguiendo unas avemarías a otras porque aún no hemos terminado de pronunciar y decir hondamente cada una de las avemarías cuando ya como pisándonos los talones estamos comenzando la siguiente. Tenemos que aprender a rezarlo bien, poniendo de verdad todo nuestro amor, concentrando de verdad nuestra mente y nuestro corazón en aquellos que estamos haciendo.
Una oración como el rosario bien hecha tiene que ser un peldaño más que vayamos subiendo en esa vivencia del misterio de Cristo y en consecuencia de nuestra santidad. Es que sentimos la protección y el estímulo de María, la madre que está siempre a nuestro lado y nos protege con su amor maternal. Una oración del rosario bien rezada tiene que ser para nosotros en verdad un escudo potente frente al enemigo y a la tentación. ‘Líbranos del mal’, decimos en nuestras oraciones como nos enseña Jesús. ‘Ruega por nosotros pecadores’, le decimos a la Virgen en cada una de las avemarías. Sentiremos cómo la fuerza de la gracia divina que nos alcanza María nos preserva de todo mal, nos hace fuertes en la tentación, nos libra de todo pecado. Si ayer le pedíamos a Jesús que nos enseñara a orar, hoy le pedimos a María que esté con nosotros en nuestra oración para que aprendamos a hacerla como ella.

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