Hechos, 28, 11-16.30-31
Sal. 97
Mt. 14, 22-33
Sal. 97
Mt. 14, 22-33
Recientemente celebramos la Dedicación de la Basílica de Letrán en Roma, la catedral del Papa y ya nos hacíamos ese día una reflexión sobre ese hermoso sentido de comunión eclesial que tenía dicha celebración. Podíamos decir, pues, que esta celebración es una invitación a la comunión; esa comunión necesaria que hemos de vivir en cuanto somos iglesia, comunidad, pueblo de Dios, o familia de Dios, decíamos en la reflexión de ese día.
Con un mismo sentido eclesial celebramos el pasado domingo el Día de la Iglesia diocesana sintiéndonos esa familia, esa comunidad, ese pueblo de Dios que camina en concreto en lo que es nuestra diócesis.
Hoy tenemos otra celebración, con ese sentido y carácter eclesial que es la Dedicación de las Basílicas de los Príncipes de los Apóstoles, San Pedro y San Pablo en Roma. Basílicas que nos recuerdan la predicación de los Apóstoles en Roma y también su martirio, pues en ambas se guardan las tumbas de los Apóstoles.
Por eso la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, ha hecho referencia a la llegada del Apóstol Pablo a Roma, tal como nos lo relata el final de dicho libro del Nuevo Testamento. Por su parte el Evangelio nos hace una hermosa referencia al apóstol Pedro en la escena que hemos escuchado de Jesús caminando sobre el agua del lago después de la multiplicación de los panes allá en el desierto.
‘Ánimo, soy yo, no temáis’, les dice Jesús cuando ellos asustados creían ver un fantasma. Allí está la intrepidez de Pedro que quiere ir al encuentro de Jesús caminando también sobre el agua. ‘Maestro, si eres tú, mándame ir a ti andando sobre el agua’. A la llamada de Jesús camina sobre el agua hasta que duda, le entra miedo y comienza a hundirse. ‘¡Señor, sálvame!’, es su grito y súplica. ‘¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?
La Iglesia, nosotros tenemos que mantenernos firmes en nuestra fe aunque sean tiempos o momentos difíciles. Nos puede parecer que nos hundamos, porque son muchas las cosas que caen sobre nosotros, sentimos nuestra debilidad y las tentaciones nos acechan, pero ahí está el Señor. No lo podemos dudar.
El nos ha dejado su Espíritu: el Espíritu que guía a la Iglesia, que guía y sostiene a sus pastores, que nos fortalece a todos en todo momento. No podemos temer. ‘Ánimo, soy yo’, nos dice también a nosotros Jesús. Y nos tiende su mano, está junto a nosotros en nuestro caminar, aunque sea difícil o tengamos vientos en contra en tantas tentaciones y desánimos que podamos sentir. En la Iglesia también se nos manifiesta, también está junto a nosotros. En los sacramentos y en la palabra nos alimentamos cada día
¿A qué venimos aquí cada mañana a celebrar la Eucaristía sino a sentir su presencia que nos fortalece y anima, a alimentarnos de su vida que nos llena y nos inunda?
Que no nos falte la fe. Que no se nos apague nunca la fe.
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