Ex. 14, 5-18
Cántico Ex. 15, 1-6
Mt. 12, 38-42
Cántico Ex. 15, 1-6
Mt. 12, 38-42
‘No endurezcáis hoy el corazón, sino escuchad la voz del Señor’. Ha sido la antífona del aleluya antes del Evangelio tomada de un salmo. Una invitación muy importante que nos hace el Señor ante la Palabra que se nos proclama. No endurecer el corazón. Un corazón duro se hace impenetrable a la gracia del Señor. Ya tendríamos que recordar lo que no dicen los profetas de cambiar nuestro corazón de piedra por un corazón de carne.
Lo endurecemos y se crea como una costra a su alrededor que impide que penetre esa gracia del Señor. Esa corteza de nuestro pecado que nos endurece e insensibiliza. Tantas cosas que nos insensibilizan y nos impiden escuchar la voz del Señor, cosas que nos distraen tanto que aunque oigamos no escuchamos.
Tantas veces nos sucede a nuestro oído llegan los sonidos pero a nuestro corazón no llega ninguna voz, porque no escuchamos. La imaginación – la loca de la casa, que decía santa Teresa - llena de imágenes nuestra mente que nos distraen y nos impiden escuchar. Perdemos esa sensibilidad de la escucha cuando nos dejamos llevar por la desgana, por la rutina, cuando no le damos profundidad a aquello en lo que estamos. Cuantas veces nos sucede que hemos venido a la celebración, se proclama la Palabra, pero al final ni recordamos lo que se ha dicho, ni hemos escuchado nada en nuestro interior.
Esta antífona tiene una relación muy fuerte con el evangelio que se nos ha proclamado. ‘Un grupo de letrados y fariseos dijeron a Jesús: Maestro, queremos ver un signo tuyo, para que creamos en ti’. Le piden un signo a Jesús. ¿No han visto los milagros que ha hecho? Los leprosos curados, los paralíticos que andan, lo ciegos a los que se les han abierto los ojos, los sordomudos que oyen y hablan… Quieren ver un signo de Jesús. ¿No han escuchado su Palabra, esa Palabra salvadora y llena de vida que Jesús pronuncia?
‘Jesús les contestó: esta generación perversa y adúltera quiere ver una señal…’ Y les habla de Jonás, por cuya predicación la ciudad entera de Nínive se convirtió. Y les habla de la reina del sur, que conociendo la sabiduría de Salomón vino desde lejos solamente para escucharle. ‘Aquí hay uno que es más que Jonás… aquí hay uno que es más que Salomón’.
Pero la gran señal, el gran signo que Jesús quiere proponerles es Jonás, pero no sólo por la predicación en Nínive, sino por lo que fue y sucedió en su vida. Cuando Jonás recibió la Palabra del Señor que le enviaba a Nínive, en lugar de ponerse en camino tierra adentro para llegar hasta la gran ciudad, quiso poner mar por medio y se embarco en dirección contraria; a España por lo menos quería llegar. Suceden muchas cosas: la tempestad que casi hace zozobrar el barco, el ser arrojado al mar en medio de la tormenta porque comprende su culpa y piensa que así se vería liberado de ella, el ser tragado por aquel gran cetáceo que a los tres días lo vomitó sano y vivo en la playa.
Ese es el gran signo que Jesús les quiere proponer. ‘No se les dará más signo que Jonás’. El signo de Jonás nos está hablando de la resurrección. Porque Jesús está hablándoles de su propia resurrección. Murió, fue sepultado y al tercer día resucitó. Es la gran señal que Jesús nos da; es el signo de nuestra fe: Cristo muerto y resucitado. Es el gran signo porque es el triunfo de Cristo y es lo que centra toda nuestra fe, porque sin creer en Cristo muerto y resucitado nuestra fe no tendría pleno sentido.
Escuchemos la voz del Señor, contemplemos a Cristo muerto y resucitado, no endurezcamos nuestro corazón, plantemos la palabra de gracia que nos salva en lo más hondo de nuestra vida. No huyamos de esa gracia salvadora de Jesús ni de la invitación que nos hace a seguirle y a convertirnos a El.
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