Jer. 23, 1-6;
Sal. 22;
Ef. 2, 13-18;
Mc. 6, 30-34
A la Palabra de Dios tenemos que acercarnos siempre con sinceridad y corazón abierto para poder escuchar mejor lo que el Señor quiere decir a cada uno en particular para iluminar su vida; pero también somos una comunidad peregrina y orante, una comunidad creyente reunida en asamblea a la que como tal comunidad el Señor quiere dirigir una Palabra viva que aliente y dé ánimos al pueblo creyente y peregrino.
Cada uno escucha en su interior esa Palabra que el Señor nos dirige. Y el sacerdote con su comentario y reflexión quiere ayudar a que todos nos podamos acercar, entender y llevar a la vida esa Palabra proclamada en la celebración litúrgica. El sacerdote quiere ser ese pastor bueno, del que nos habla el profeta, al que el Señor ha confiado esta parte de su rebaño y al que tiene que llevar por buenas sendas y alimentar con el mejor alimento de la Palabra. Quiero ahora fijarme en algunos aspectos que a mi me sugiere la Palabra hoy proclamada.
Nos habla el profeta Jeremías de ovejas dispersas por todas partes. Nos habla el evangelio de una multitud que corre en búsqueda de Jesús desde todas partes y que andaban como ovejas sin pastor. Y nos describe tras el mensaje que quiere trasmitirnos una situación que Cristo viene a remediar con su sangre y con su muerte en la cruz; nos habla de gentes y de pueblos divididos por el odio y por la falta de paz.
Contraponiéndolo a esa descripción el profeta, por ejemplo, anuncia que el Señor reunirá a las ovejas dispersas y, como nos dice Pablo, Cristo viene a derribar ese muro que nos separa para que tengamos paz. Y en el evangelio descubrimos que, aunque se habían ido a un lugar tranquilo y apartado a descansar, Jesús al ver la multitud sintió lástima de aquellas gentes hambrientas de Dios y de su Palabra y se puso a enseñarles pacientemente.
Jesús nos sale al encuentro y viene a nosotros con su Palabra, con su gracia, con su vida. ¿Estaremos nosotros desorientados también como ovejas sin pastor? ¿Seremos como aquellas ovejas dispersas por todas partes de las que nos habla el profeta? Miremos la realidad de nuestra vida y nuestro mundo y sabremos dar respuesta. ¿Hay hambre de Dios? ¿Hay dispersión, desorientación o falta de paz en los corazones y en nuestro mundo? ¿Hay muros que nos dividen y separan? Quiero recoger simplemente las imágenes que nos ofrecen los textos de la Palabra de Dios hoy proclamada.
¡Cuánta gente acude en ocasiones fervorosa ante una imagen de la Virgen, un santuario de devoción especial o en la fiesta que celebremos al patrono de nuestro pueblo y sólo quizá se quedan en eso! Pero ¡cuántos pasan indiferentes ante ese hecho religioso y viven con una vida al margen de la fe y de toda experiencia religiosa! Pero ¡cuántos también, tenemos que reconocer, que luego no llegan hasta un compromiso de la vida con la fe, viven situaciones en su vida, en su trabajo, en sus relaciones familiares o con los demás difíciles de compaginar con una fe cristiana comprometida, o cuántos viven con el corazón roto por el rencor, el odio, la envidia, los resentimientos y actitudes negativas semejantes! ¿No es eso una manifestación de esa desorientación y dispersión?
Sí, conocemos la realidad de ese mundo dividido y roto, de la falta de unidad para saber caminar juntos en la vida – ¡cuánto cuesta a veces un sentido de comunidad! -; no sabemos a veces colaborar juntos para luchar unidos por una sociedad mejor, o nos cuesta ser solidarios en momentos de crisis o de las malas situaciones por las que pasemos.
A la gente le cuesta entenderse y arrimar el hombro para cada uno poner su granito de arena en la solución de los problemas comunes. Y suceden estas cosas a nivel político o social y a veces nos sucede también en el ámbito de nuestras comunidades cristianas y de nuestra Iglesia, aunque sea duro hay que reconocerlo. Somos desconfiados de los demás, nos encerramos en nuestras ideas o ideologías, nos enfrentamos por cualquier cosa, nos volvemos insolidarios y egoístas.
No quiero cargar las tintas en negruras, porque sabemos que no todos son así, pero si echo esta mirada cruda a la realidad en esta reflexión es porque pienso que Cristo viene con su Palabra a iluminar todas las situaciones de nuestra vida. No podemos espiritualizar tanto la salvación que Jesús nos ofrece que nos olvidemos del hombre en su situación y problemática humana concreta al que Cristo quiere salvar, para el que Cristo quiere ser su Salvador. Es el Salvador de todos los hombres y de todo hombre en todos y cada uno de los diferentes aspectos de su vida.
Como escuchamos en el Evangelio a Cristo le dio lástima aquellas personas concretas que estaban ante El con la problemática concreta que tuvieran en su vida. Y san Pablo nos habla de que Cristo vino a derribar los muros que nos separaban, vino a derribar el odio y vino a traer la paz. Y esas actitudes de las que hemos hablado anteriormente, ¿no serán muros que nos dividen y separan? Cristo quiere derribarlos, para eso ha derramado su Sangre.
Cristo vino para que ‘hiciéramos las paces, nos dice san Pablo, para hacer en El un solo hombre nuevo’. Ese hombre nuevo del entendimiento, de la unión y la colaboración; ese hombre nuevo comprometido por hacer un mundo mejor; ese hombre nuevo del amor y de la paz. ‘Reconcilió con Dios a los dos pueblos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, al odio. Vino y trajo la noticia de la paz: paz a vosotros los de lejos; paz también a los de cerca. Así, unos y otros, podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu’.
Todo eso tenemos que vivirlo ahí en ese mundo, en ese lugar concreto donde estamos: en la familia, con nuestros vecinos, con la gente con la que convivimos a diario, con aquellos con los que compartimos un mismo trabajo. Ahí, el que cree en Cristo, tiene que dar su testimonio. Ahí el creyente en Jesús tiene que llevar esa Buena Noticia de la paz.
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