Un
desafío a la autenticidad de nuestra vida y de nuestra fe, a centrarnos en lo
verdaderamente importante y con responsabilidad dar ese buen testimonio para
los demás
2Tesalonicenses 1,1-5.11b-12; Salmo 95;
Mateo 23,13-22
Los caminos no siempre son llanos y
rectos, carecen en ocasiones de buen firme o fácilmente nos encontramos
obstáculos que nos lo dificultan; pueden ser los accidentes del propio terreno,
pueden ser cosas ocasionados por la propia climatología que lo pueden invadir
con escorrentías o quebradas y en ello tenemos que poner nuestro esfuerzo y
nuestro ingenio para superar esas dificultades. Pero bien sabemos cómo también
pueden aparecer esos obstáculos por el uso que deteriora ese camino, pero también
desde quienes quieren hacernos perder el rumbo y unas veces de forma un tanto
inconsciente pero otras de forma maliciosa nos pueden entorpecer nuestro
tránsito por ese camino.
Claro que como comprenderéis no me
quiero referir a esos sendas por las que podemos transitar de un lugar a otro,
sino quiero pensar en la vida misma que también es un camino. Un camino que no
siempre es fácil, aunque lo quisiéramos placentero, pero desde nosotros mismos
por el desorden o descontrol de nuestras propias pasiones, por la forma egoísta
con que queremos vivir la vida, por la superficialidad con que vamos haciendo
las cosas hará que muchas veces seas dificultoso. Es ahí donde tiene que
aparecer la seriedad con que nos tomamos la vida, ese espíritu de superación
que siempre tiene que haber en nosotros, esas ganas de avanzar buscando una
plenitud de nuestra existencia.
Lo terrible sería que no solo nosotros
no alcancemos a recorrer ese camino de la vida de la forma mejor, sino que
incluso algunas veces nos podamos convertir en obstáculo para los demás por esa
superficialidad con que nosotros hacemos el recorrido, por esos contra
testimonios que nosotros podamos ofrecerle a los demás, o por esas desviaciones
que nos apartan de esa senda de superación, pero que pueden convertirse en
piedra de tropezar para los demás.
Hoy Jesús nos está haciendo
recapacitar, pero al mismo tiempo está denunciando las actitudes y posturas de
aquellos que teniéndose por dirigentes del pueblo sin embargo viven una vida de
vanidad y superficialidad. Son las diatribas de Jesús contra algunos de aquellos
grupos de dirigentes sociales y religiosos como puedan ser los fariseos, los
escribas y maestros de la ley o hasta los mismos dirigentes religiosos como
podían ser los sumos sacerdotes.
Hoy vemos como Jesús denuncia su
hipocresía que les hace vivir una vida doble, por un lado mucha apariencia y
vanidad, pero por otra superficialidad para olvidar lo que verdaderamente tiene
que ser importante. Hipócritas, los llama recordando aquella máscara que se
ponían los actores en el teatro para representar un personaje que realmente
ellos no eran. Con la máscara nos cubrimos con una apariencia y es la vanidad
con que vivimos la vida tantas veces.
Pero cuando hoy nosotros leemos este
pasaje del evangelio que para nosotros tiene que ser buena noticia, no nos podemos
contentar en considerar la hipocresía de aquellos fariseos y maestros de la ley
en aquellos tiempos; esas palabras tienen que ser un espejo en el que nos
miremos nosotros por si acaso realmente nosotros nos podamos ver reflejados en
ellas.
La palabra de Dios nos interroga por
dentro, nos tiene que llevar a hacernos también muchas preguntas a nosotros
mismos por si acaso nosotros no seamos también esa piedra de tropiezo en el
camino de los demás. Este pasaje es un desafío para nosotros, para la autenticidad
de nuestra vida y de nuestra fe, para que nos centremos en lo que
verdaderamente importa y para que seamos responsables y lleguemos a dar ese
buen testimonio para los demás.
Ya en otro momento nos pedirá que
seamos luz y que seamos sal para nuestro mundo y nuestra tierra, pero no
podemos dar una luz que no tenemos, no podemos contagiar un sabor del que
nosotros carecemos, lo que tiene que llevarnos a una autenticidad de nuestra
vida no desde las apariencias sino desde nuestra responsabilidad pero también
desde la ternura y la misericordia con la que inundemos nuestro corazón.
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