Quien
come a Cristo, quien comulga ya no puede ser el mismo, es como una encrucijada
porque señales de algo nuevo tienen que comenzar a manifestarse en él
Josué 24, 1-2a. 15-17. 18b; Sal. 33; Efesios
5, 21-32; Juan 6, 60-69
Hay momentos en la vida en que nos
sentimos como en una encrucijada, que es algo más que escoger si vamos para el
mar o para el momento, en que tenemos que decantarnos y escoger aunque muchas
veces sea costoso o doloroso; pueden ser circunstancias de la vida que nos
obligan a tomar estas decisiones, son situaciones en las que nos encontramos
quizás revueltos interiormente sin saber lo que nos pasa, son momentos de tensión
que nos pueden abocar poco menos que a una crisis existencial porque podríamos
estar al borde del estrés que no sabemos a donde nos puede llevar, o son
interrogantes profundos sobre la vida, sobre nuestra propia persona, sobre qué
es lo que hacemos o pintamos en este estado. Y nos cuesta ver con claridad,
todo se nos confunde en nuestro interior, no tenemos claro por donde hemos de
decidir, necesitamos quizás una paz interior que no tenemos.
Entre los que seguían a Jesús muchas
veces sentían esta incomodidad interior; había cosas en Jesús que les
entusiasmaban, que despertaban esperanzas en sus corazones y les hacía soñar,
pero también había cosas que no terminaban de entender. Jesús les habla con
sencillez, les habla con parábolas, que incluso a los más cercanos se las
explica con mayor detalle cuando llegan a casa, pero les habla también con
claridad de las exigencias que significaba seguirle y emprender ese camino del
Reino de Dios que les estaba anunciando.
Ya sabemos que algunos abiertamente lo
rechazaban, algunos quizás porque veían en peligro sus privilegios y los
posicionamientos que habían ido adquiriendo en aquella sociedad. Son fuertes
las palabras de Jesús en ocasiones, como con aquel signo de purificar el templo
de todos aquellos vendedores y negociantes que lo habían convertido en una
plaza de mercado. Era todo un signo de la transformación que Jesús quería realizar
en el corazón de los hombres para que en verdad naciese una nueva sociedad.
Ahora les ha venido hablando de cómo
seguirle es tener una nueva vida, y les habla de comer un pan de vida que será
el que les va a dar verdadera plenitud a su existencia, porque quien lo come
tendrá vida eterna. Pero les ha costado entenderlo sobre todo cuando les ha
dicho que es necesario comerle a El, porque su carne es verdadera comida y su
sangre es verdadera bebida y que quien le come resucitará en el ultimo día. Y
su afirmación es rotunda, ‘yo soy el pan de vida y el que me come vivirá por
mí’.
Se les hace difícil entender aquellas
palabras, porque hacen unas interpretaciones demasiado a lo literal, como
literalmente hubieran querido que siempre estuviera alimentándolos con pan
milagrosamente como allá en el desierto, sin querer ni saber entender el valor
de signo que todo aquello tenía. ‘Este modo de hablar es duro, ¿quién puede
hacerle caso?’, se dicen unos a otros y a partir de entonces ya muchos no
quisieron seguir con Jesús.
‘El Espíritu es quien da vida; la
carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con
todo, hay algunos de vosotros que no creen’, les dice Jesús. Pero creer en
Jesús y aceptar sus palabras, que es aceptarle y vivirle a El será algo que no
podremos vivir solo por nosotros mismos, entramos en el misterio de algo nuevo,
porque estamos entrando en el misterio de Dios. ‘Por eso os he dicho que
nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede’.
Por allá andan revolviéndose también en
sus dudas los discípulos más cercanos a Jesús, aquellos que un día había
llamado y escogido de modo especial porque iban a ser el cimiento de aquella
Iglesia naciente. Y es a ellos a quienes ahora se dirige directamente: ‘También vosotros, ¿queréis marcharos?’ Una pregunta que quizás también les sobrecoge
porque se han visto sorprendidos en sus dudas y también en sus miedos. ¿Hasta
dónde llegará su valentía?
Será Pedro el que se adelante,
como tantas veces. También él andaba revuelto en su interior en muchas
ocasiones, recordamos que le había querido quitar de la cabeza a Jesús el que
tuviera que subir a Jerusalén donde habían de prenderle y juzgarle. Pero ahora
parece que siente una fuerza interior, como cuando fue capaz de hacer aquella confesión
de fe en Cesarea de Filipo que Jesús le diría que no había sido por si mismo
por lo que había pronunciado aquellas palabras sino porque el Padre se las
había revelado en el corazón. Ahora se adelante también. ‘Señor, ¿a quién
vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos
que tú eres el Santo de Dios’.
¿Seremos nosotros capaces de
reconocer que Jesús lo es todo para nosotros, que queremos comer también de ese
Pan de Vida porque en El queremos vivir? Quien come a Cristo, quien comulga ya
no puede ser el mismo, unas señales de algo nuevo tienen que comenzar a
manifestarse en él. ¿Nos encontraremos también en una encrucijada cada vez que
comulgamos?
Pensemos, pues, lo que
significa ir a comulgar, ir a comer a Cristo. Es comulgar a Cristo porque es
hacer que en nosotros no haya otra vida que la de Cristo; es comulgar con su
evangelio, con todo su evangelio, con su entrega, con su morir con Cristo para
poder en verdad renacer en El. Es comenzar a ver la vida, el mundo que nos rodea,
los hombres y mujeres que caminan a nuestro lado con una nueva mirada, con una
nueva comprensión de las cosas y del camino que tenemos que realizar; es
comenzar a subir a Jerusalén con El aunque sepamos que haya calvario, pero con
la certeza de la vida nueva de la resurrección.
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