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martes, 9 de julio de 2024

Dejémonos conducir como sordomudos que somos hasta Jesús para que ponga su mano sobre nosotros y nos sane abriendo nuestros oídos y nuestra vida

 


Dejémonos conducir como sordomudos que somos hasta Jesús para que ponga su mano sobre nosotros y nos sane abriendo nuestros oídos y nuestra vida

Oseas 8, 4-7. 11. 13; Salmo 113; Mateo 9, 32-38

Sordos, mudos, incomunicados; algunos por naturaleza, deficiencias que se convierten en dependencias, deficiencias que se van produciendo con el paso de los años que van produciendo también un aislamiento. Pero no siempre es la sordera o la incapacidad física, porque quizás muchas veces pudiera ser que seamos nosotros los que provocamos esa incomunicación.

El sordo y el mudo físico, vamos a decirlo así, tiene deseos de comunicarse, pero se le hace imposible porque no puede acceder a la forma de comunicación que tienen las personas que no tienen esa deficiencia. Bien sabemos la lucha que sostienen hoy en la sociedad para salir de esa incomunicación porque no se quieren sentir minusvalorados; sin embargo los oyentes, vamos a decirlo así, no siempre llegamos a comprenderlos y lo que hacemos es crear o mantener barreras. Pero tendríamos que pensar en esas otras formas de incomunicación que sin embargo muchos nos creamos en nuestro mundo.

El evangelio comienza hablándonos hoy de un endemoniado mudo que llevaron ante Jesús y Jesús lo curó causando admiración y alabanzas en la gente sencilla; algunos habrá, sin embargo que harán comentarios tergiversados queriendo romper el significado de aquel milagro realizado por Jesús. Jesus ha liberado a aquel hombre de un mal que había en su vida, su incomunicación porque es mudo y porque es sordo. La palabra endemoniado quiere expresar una posesión del mal, del maligno, del que Jesus quiere liberarlo, aunque no todos lo comprendan.

Pero puede ser una buena imagen para nuestras sorderas, para las incapacidades que nos creamos en la vida para comunicarnos con los demás. ‘Nos hacemos sordos’, es una expresión que muchas veces escuchamos refiriéndonos a quienes no quieren oír, no quieren escuchar. Oirán, porque lo sonidos de comunicación pueden llegar a sus oídos, pero no quieren escuchar, como se dice, se hacen sordos.

Y es algo que nos sucede más incluso de lo que pensamos; hay muchas maneras de no querer oír, no prestamos atención, no nos fijamos en quien nos habla, volvemos la espalda entretenidos en nuestras cosas cuando vemos que la situación podría complicarnos si nos llegamos a implicar, y mejor es no saber.

Pensemos en cuántas actitudes y posturas negativas mantenemos nosotros en nuestra relación y trato con los que nos rodean, las discriminaciones que hacemos de las personas, la autosuficiencia con que caminamos por la vida, porque nadie me va a enseñar a mi lo que tengo que hacer, la superioridad con que nos acercamos a los demás a los que consideramos unos pobres que nada nos pueden decir o enseñar… ¡cuánta cerrazón llevamos en el corazón!

¿Dejaremos que Jesús llegue a nosotros y toque nuestra vida para que comencemos un nuevo estilo y sentido de apertura hacia los demás? Claro que también tendríamos que pensar en qué medida estamos cerrando también nuestros oídos a Dios. Será la pasividad con que escuchamos la Palabra de Dios, será nuestra falta de humildad para dejarnos sorprender por la Palabra de Dios que llega a nosotros, será nuestra mente ida y puesta en otros sintonías mientras se nos proclama la Palabra de Dios en nuestras celebraciones, será esa razón crítica con que analizamos y juzgamos desde nuestras ideas preconcebidas lo que nos dice el texto sagrado, pero también los comentarios y reflexiones que nos ofrecen los ministros de la Iglesia.

¿Quién y cómo podrá presentarnos a Jesus para que nos cure abriendo nuestros oídos y nuestra vida?


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