Sintamos
el gozo de ese amor de la Madre que ha cuidado nuestra fe, nos ha preservado de
tantos peligros, y ha mantenida en nosotros la llama viva del fuego del amor
Génesis 3, 9-15. 20; Salmo 86; Juan 19,
25-34
¿A quien no le gustaría tener a la
madre siempre junto a sí? Es uno de los dolores y desconsuelos más fuertes que
tenemos en la vida, siempre estaremos recordándola, queriéndola hacer presente,
y de mil maneras queremos mantener sus recuerdos junto a nosotros. Por el
contrario, si somos nosotros los que nos vemos abocados a tener que abandonar
su presencia por nuestra propia muerte y estuviera en nuestras manos hacerlo,
buscaríamos a quien confiarla para que siga cuidándola y con ella se comporte
como el hijo que nosotros quisiéramos ser para siempre. Decir esa palabra
‘madre’ o escuchar sus labios la palabra ‘hijo’ es uno de los gozos más
profundos que podemos sentir en el alma.
No nos extrañe, pues, lo que nos narra
el evangelio y en este día hemos proclamado. ‘Junto a la cruz de Jesús
estaba su madre… y el discípulo amado’. Y es en esa circunstancia donde se
establece ese diálogo que parece más bien testamento y ultima voluntad. Viendo Jesús
a su madre y al discípulo amado, a una le dije ‘mujer, ahí tienes a tu hijo’,
mientras al discípulo amado le dice también ‘ahí tienes a tu madre’.
El discípulo amado era en aquel momento
algo más que Juan el hijo del Zebedeo. En el discípulo amado estábamos todos,
estábamos nosotros, porque también somos los amados del Señor. Por eso aquel
confiar que María a partir de aquel momento tuviera un hijo que la cuidara, o
un hijo a la que ella como madre cuidara, no se trataba solo de Juan el hijo
del Zebedeo, sino que allí estábamos todos los amados del Señor, todos nosotros
que por amor nuestro precisamente se estaba entregando en la mayor muestra del
amor que se pudiera manifestar.
Por eso hoy, cuando hemos concluido la
Pascua con la fiesta del Espíritu en Pentecostés, la Iglesia nos invita a
celebrar y a sentir esa presencia de María junto a nosotros en esta fiesta
recientemente instituida con el título con que el papa Pablo VI quiso invocarla
al final del concilio Vaticano II, María, Madre de la Iglesia.
¿Qué mejor que llamarla Madre de la
Iglesia, cuando eso es lo que ella ha sido a lo largo de los siglos, a lo largo
de toda la historia de la Iglesia? Como madre de Dios fue invocada y proclamada
al finalizar el concilio de Nicea que definía a Jesús como verdadero Hijo de
Dios en aquella primera espontánea procesión del pueblo de Dios junto a los
padre del Concilio; pronto fueron proliferándose templos en su honor a lo largo
y a lo ancho de la Iglesia y del mundo, aunque cada uno desde nuestro amor
especial la invoquemos con distintos nombres que vienen a significar siempre su
presencia de madre junto a nosotros.
María ha estado siempre junto al
peregrinar del pueblo cristiano y su amor nos ha ayudado a mantener integra
nuestra fe y nuestra pertenencia a la Iglesia. Justo es pues que la invoquemos
como Madre de la Iglesia como en este día después de celebrar Pentecostés se
nos invita a celebrar. Cuidemos nuestro amor y nuestra devoción a Maria que
siempre nos conducirá hasta Jesús; sintamos con vivo agradecimiento de hijos
ese amor de la Madre que así siempre ha cuidado nuestra fe, nos ha preservado
de tantos peligros, y ha mantenida viva en nosotros la llama del fuego del
amor.
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