Escuchemos
el grito que resuena en nuestros corazones y seamos, no por lo que vociferemos,
sino por nuestro testimonio de amor, grito que despierte a nuestro mundo
Hechos de los apóstoles 12, 24 — 13, 5ª;
Salmo 66; Juan 12, 44-50
Hay gritos que no se oyen con los oídos,
pero se escuchan allá en lo más hondo del alma. No son voces estridentes, sino
escuchar una voz que susurra en el corazón pero que se convierte en un grito
dentro del alma. Son gritos que no es escuchan sensorialmente, pero
sensitivamente nos producen gran impacto.
Creo que algo de eso habremos
experimentado más de una vez y es una forma maravillosa con la que podemos
comunicarnos. Al que más grita es al que quizás menos se le escucha, porque
incluso la estridencia del grito produce un caos en nuestros oídos que no
llegaremos a entender lo que se nos dice. Fue quizás aquella mirada que en un
momento determinado recibimos, por ejemplo de nuestra madre, ante lo que estábamos
haciendo, no oímos quizás ninguna palabra pero en nuestro interior hubo un
grito de advertencia para que nos diéramos cuenta de lo que estábamos haciendo.
Digo la madre, porque quizás fue lo más
bonito que palpamos desde nuestra niñez, pero habrán sido muchas ocasiones en
la vida en las que nos habrá sucedido algo parecido. El testimonio de alguien
en silencio que cumplía con su deber sin grandes aspavientos, el ejemplo de una
entrega generosa sin hacer ruido, pero que tanto bien hacía y que dejó huella
en nosotros. No necesitamos grandes juicios ni condenas, pero nos sentimos
interpelados y quizás se produjeron cambios beneficiosos en la vida.
Hoy el evangelio nos dice que Jesús
alzó la voz y gritó, pero lo que luego nos sigue diciendo el evangelio no son
palabras que hagan mucho ruido, pero sí son palabras en los que se va desparramando
lo que hay en el corazón de Dios dejándonos entrever la grandeza de su corazón,
pero también lo que era la ternura de Dios que se estaba manifestando en Jesús.
Nos habla de creer en El y nos habla de
la luz que comienza desde esa fe a resplandecer en nuestros corazones. Nos
habla Jesús de su misión, misión que ha recibido del Padre, porque El no habla
ni dice sino lo que ha recibido del Padre. Nos habla Jesús de la salvación que
viene a ofrecernos, porque El no viene ni para juzgar ni para condenar, sino
para ser luz, para sembrar semillas de esperanza y de vida nueva, para
regalarnos la salvación.
Hoy quizás nosotros magnificamos, y no
podemos menos que hacerlo, todo aquello que iba haciendo Jesús, pero esa algo
sencillo, pequeño y humilde, porque lo que Jesús iba haciendo era desparramar
amor. Es su cercanía y su presencia allí donde había sufrimiento; era el
estímulo para emprender el camino, cuando siempre El iba delante haciendo el
mismo camino que nosotros; era su oído atento y su mirada, para escuchar
súplicas, para descubrir lágrimas, para ofrecer la calidez de su corazón para
que encontraran paz los corazones atormentados.
Y lo hacía mientras hacia camino entre
aquellas aldeas perdidas de Galilea, o se sentaba en la orilla del lago para
hablar a los pescadores o a cuantos se acercaran junto a El, mientras se dejaba
coger el corazón cuando se encontraba con las multitudes hambrientas de vida, o
se repartía para llegar a todos como repartía el pan en el desierto para que
todos comieran. No era nada especial ni extraordinario sino la grandeza de la
vida misma llena y rebosante de amor.
Pasaba en silencio haciendo el bien y
su presencia se convertía en grito que despertaba los corazones, sigue
despertando los corazones si queremos nosotros también escuchar ese grito que
quizás nos llega como susurro en el testimonio de amor de muchos que están a
nuestro lado y porque no hacen ruido nos pueden pasar desapercibidos.
Escuchemos ese grito que resuena en
nuestros corazones, y aprendamos a ser, no por las palabras que vociferemos,
sino por el testimonio de amor que demos, ese grito que despierte a nuestro
mundo.
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