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martes, 2 de abril de 2024

Afinemos las fibras de nuestro espíritu para que entremos en la sintonía del amor que va a secar nuestras lágrimas y nos dará sensibilidad ante las lágrimas de los que nos rodean

 


Afinemos las fibras de nuestro espíritu para que entremos en la sintonía del amor que va a secar nuestras lágrimas y nos dará sensibilidad ante las lágrimas de los que nos rodean

Hechos de los apóstoles 2, 36-41; Salmo 32; Juan 20, 11-18

¿Por qué lloras? Es lo que sale espontáneo de nuestros labios cuando vemos correr rostro abajo unas lágrimas. Sale a flote nuestra sensibilidad. Unas lágrimas son siempre un fuerte despertador para nuestra sensibilidad. Ya sea el llanto de un niño, ya sean las lágrimas de una mujer, ya sea el llanto muchas veces disimulado de un hombre que no sé por qué razones parece que estuviera peleado con su masculinidad, pero los hombres también lloran. Y nos preguntamos ¿por qué esas lágrimas?, y no soportamos quizás el sufrimiento que esconden detrás. Y nos dejan quizás mal sabor en nuestro paladar humano porque nos saben quizás a amargura, nos evocan soledades, nos recuerdan sufrimientos que no siempre sabemos curar.

Hoy en el evangelio estamos contemplando de entrada unas lágrimas que nos pueden traer recuerdos de encontradas emociones y recuerdos, pero que son siempre sintonía de un corazón agradecido y lleno de amor que no quiere separarse del amado. María Magdalena tenía mucho que recordar, porque un día Jesús le había arrancado siete demonios de su alma, como nos recuerda san Juan, podía haber sido aquella mujer pecadora pero que sin embargo un día supo volverse hacia el amor y la misericordia y había sido perdonada por sus muchos pecados. Es la mujer que desde entonces siempre había sido fiel y no se había separado de Jesús en sus andanzas a través de toda Palestina desde Galilea a Jerusalén.

Sabemos que estuvo al pie de la cruz hasta el último momento bebiéndose las últimas palabras y los últimos gestos de Jesús para alimentar más y más su amor. Ahora la contemplamos a la entrada del sepulcro vacío, donde en la tarde del sábado ella había contribuido también a depositar allí el cuerpo de Jesús difunto. Entre las primeras mujeres que al alba habían venido al sepulcro en el deseo de embalsamar a Jesús estaba ella también cuando se encontraron el sepulcro vacío.

Ella participó también seguramente en aquellas carreras matinales por las calles de Jerusalén para llevar la noticia que el cuerpo de Jesús no estaba en el sepulcro, y ahora estaba allí llorosa preguntando a todo el mundo quien se había llevado el cuerpo de Jesús, donde lo habían colocado, porque ella iría a buscarlo y traerlo para darle honrosa sepultura. Primero los ángeles que estaban dentro de la sepultura y luego a quien parecía ser el hortelano encargado de aquel huerto.

¿Por qué lloras? Había sido la pregunta repetida. ¿Cómo no iba a llorar el amor cuando sentía que la soledad le amargaba el alma? ¿Cómo no iba a llorar quien se sintiera tan agradecida por los dones de amor que Dios había derrochado sobre ella? Y sus ojos llorosos estaban encandilados y ahora no podían distinguir al que era la luz de su vida que estaba delante de ella. Será el sonido de unas palabras que pronuncian su nombre el que la hará despertar de aquel letargo en que el dolor la había sumido. No fue necesario nada más para que se despertaran todas las sintonías del amor que escuchar su nombre en los labios de Jesús. Todo se hacía música para ella y comenzó de nuevo a cantar su corazón. Había sido la nota palpitante que la había despertado y todo su amor se desbordaba. Seguramente las lágrimas seguían desparramándose de sus ojos, pero ahora eran de alegría en el amor recobrado.

¿Nos embargarán también a nosotros las lágrimas del amor o las lágrimas que nos hacen sensibles al dolor de los demás? ¿Será acaso que ya no sabemos llorar? Despertemos de nuevo la sensibilidad del corazón. Pero quizás también necesitamos oír una voz, una palabra con nuestro nombre en los labios de Jesús. ¿Qué tendríamos que hacer para escucharla? Miremos cómo vamos a afinar las fibras de nuestro espíritu para que podamos entrar de nuevo en esa sintonía de amor. Hay un paso de Dios por nuestra vida que va a ajustar la música de nuestro corazón, dejémonos encontrar por ese paso de Dios que lleva a esa nuestra vida que muchas veces aun permanece junto a la puerta de una tumba. También nosotros tenemos que resucitar.

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