En un
niño el anciano Simeón vio a Dios y el cumplimiento de sus promesas, dejémonos
sorprender por la ternura de un niño y nos sentiremos mirados por Dios
1Juan 2,3-11; Sal 95; Lucas 2,22-35
Cuántos
pensamientos y cuantos sentimientos se suscitan en nuestro interior cuando
tomamos en nuestros brazos un niño pequeño, cuántas emociones se despiertan
pero también cuántos interrogantes se plantean; la ternura de un niño pequeño
no nos deja insensibles y aparece casi sin querer toda la ternura de nuestro
corazón, no nos podemos resistir, se nos derrite el corazón.
Aquella
mañana desfilarían muchos niños recién nacidos en brazos de sus padres por el
templo de Jerusalén para hacer sus ofrendas al Señor. Por allá había unos
ancianos de ojos cansados por el paso de los años, pero muy vivos y atentos por
otra parte por lo que sentían que el Señor les decía en su corazón, que
sentirían, sí, por todos aquellos niños ese despertar de su ternura tan
sensible a sus años, pero sería un niño especial el que llamaría su atención y
al que inmediatamente se dirigieron.
El anciano
había sentido el impulso del Espíritu del Señor que le señalaba que allí estaba
el elegido y el esperado. Un día había sentido en su corazón la divina
inspiración de que sus ojos no se cerrarían a la luz de este mundo sin haberse
encontrado con el que era la luz verdadera. Ahora ya sus ojos pueden cerrarse
en paz porque ha podido contemplar al deseado de las naciones y aquel por quien
tanto suspiraba su llegada porque era el Ungido del Señor. No era para él un
niño cualquiera el que ahora tenía en sus brazos porque contemplaba al Salvador
aquel que era presentado ante todos los pueblos como la luz que ilumina las
naciones.
Aquella flor
que comenzaba a florecer para perfumar al mundo con su presencia sin embargo
tenía una espina de sufrimiento. Era el Ungido del Señor que viviría su amor
hasta el extremo, hasta dar su vida y de una forma cruenta para que nosotros
tuviéramos vida. Por eso para aquella madre que se gozaba en cuanto escuchaba
en relación al hijo de sus entrañas había una espada que le atravesaría el
alma. A María no le importaba, porque su sí había sido total, en ella estaba la
total disponibilidad de su corazón y podría entender lo que sería enseñanza de
su propio hijo de que no hay amor más grande que el de quien es capaz de dar su
vida por los que ama. Es lo que haría Jesús y para ella sería una espada que le
atravesara el alma, pero era lo que abarcaba también su sí al ángel de la anunciación.
Dejemos
despertar en nosotros esas emociones del alma. No endurezcamos el corazón queriéndonos
hacernos los fuertes y los valientes. Dejemos que la ternura de un niño nos
envuelva el alma y se derrita también nuestro corazón en esa misma ternura.
Sigamos emocionándonos cuando contemplamos la mirada y la sonrisa de un niño,
dejémonos sorprender por la mirada de los que vamos encontrando por el camino.
Dejemos de
agachar la cabeza, desviar nuestra mirada, acallar una lágrima y una emoción
que puedan aparecer en nuestros ojos, no nos importe que el corazón comience a
latir con fuerza, dejémonos sorprender por esas cosas sencillas que nos puedan
suceder todos los días, pero descubramos detrás de todo eso mucho más, podemos
descubrir la sonrisa y la ternura de Dios que nos está diciendo que nos ama y
que esas cosas que nos están sucediendo en el alma son también signos de su
presencia y de su amor.
No rehuyas
esa mirada de Dios que nos llega tras la mirada de un niño, o las palabras
torpes de un anciano que nos recuerda muchas cosas sencillas de la vida que tantas
veces damos por sabidas, pero que tantas veces olvidamos. Dios tiene muchas
formas de hablarnos.
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