¿Nos
habremos parado en alguna ocasión a dar gracias a Dios por esa inteligencia y
esas capacidades que ha puesto en nosotros cuando nos ha creado a su imagen y
semejanza?
Tito 2, 1-8. 11-14; Sal 36; Lucas 17, 7-10
Vivimos en
una sociedad en la que está muy vivo lo de la exigencia de nuestros derechos y
todo se nos convierte en reclamaciones y exigencias, olvidando a veces lo que
son nuestras obligaciones y cual es el rendimiento que hemos de tener en el
desempeño de trabajos y responsabilidades. Raro es el día en que no oímos
hablar de manifestaciones y huelgas de los diferentes sectores de la sociedad
reclamando unos reconocimientos y unos derechos desde unos compromisos y unos
contratos sociales. No digo que tengamos que reclamar lo que es justo y siempre
tendremos que ponernos del lado más débil en cualquier situación, porque no es
desde un poder que nos oprime desde donde podemos construir una sociedad
verdaderamente justa.
Hoy se nos
propone una parábola en el evangelio que es una primera lectura quizás nos
puede resultar un tanto costoso el entender. Los hechos que se narran, que aquí
se nos proponen en la parábola, hemos de entenderlo desde un estilo de sociedad
en la época donde, aunque lo consideremos injusto, no se valoraba el trabajo
del servidor o del esclavo, sino que por obligación, dada su condición tenía
que realizarlo.
Pero cuando
queremos entender la parábola no nos podemos quedar tanto en esa parte como más
anecdótica, sino ir directamente al final porque lo que Jesús nos quiere
plantear es cómo hemos de reconocer cuando recibimos de Dios y la respuesta que
damos ha de ser siempre una respuesta agradecida. Es el valor y el significado
que entonces hemos de darle a lo que son nuestros trabajos, nuestras tareas, la
obra que realizamos en la vida que es como una respuesta a cuanto Dios ha
puesto en nuestras manos.
¿Vamos a
andar con reclamaciones a Dios porque hacemos el bien, porque vivimos nuestras
responsabilidades, porque con nuestro trabajo nos convertimos en continuadores
de la obra creadora de Dios que ha puesto en nuestras manos? Agradecidos
tendríamos que estar porque así Dios ha querido confiar en nosotros;
agradecidos hemos de estar por los dones que de Dios recibimos, por esa
inteligencia que ha puesto en nuestra vida, por esa capacidad de actuar y de
decidir lo bueno que hemos de realizar.
¿Nos habremos
parado en alguna ocasión a dar gracias a Dios por esa inteligencia y esas
capacidades que ha puesto en nosotros cuando nos ha creado a su imagen y
semejanza? Todos tenemos unos valores, unas cualidades, unas capacidades en la
vida, unos más, otros no diríamos menos sino distintas, creo que alguna vez
tendríamos que hacer como un reconocimiento; pensar, sí, en esas cosas
positivas que hay en nuestra vida, no para llenarnos de orgullo y por ello
considerarnos mejores que los demás, para humildemente reconocerlo como dones
de Dios.
Esos dones
que Dios ha repartido entre nosotros, ni todos somos artistas ni todos somos
agricultores o artesanos, ni todos tenemos cualidades para ser dirigentes de la
sociedad ni todos somos maestros o profesores, cada uno tenemos nuestros
valores, nuestras capacidades, manifiestan lo que es la riqueza de la
humanidad, no nos hace mejores ni más dignos unos que otros, porque cada uno
desde su capacidad, desde sus posibilidades, va a contribuir al conjunto, a
contribuir al bien de todos, a la construcción de esa sociedad y ese mundo
mejor.
¿No tendríamos que decir aquello de la
parábola, ‘somos siervos
inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer’? Y decimos somos siervos inútiles, para
abajar el orgullo que pudiera meterse en nuestro corazón, pero para reconocer
que lo que valemos o lo que son nuestras capacidades son siempre un don de
Dios.
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