No
busquemos ni lugares ni objetos milagrosos, no nos quedemos en reliquias como
talismanes contra el mal, sino busquemos la presencia de Dios que transforma el
corazón
Filemón 7-20; Sal 145; Lucas 17, 20-25
En los años
de nuestra vida seguramente habremos
escuchado en alguna ocasión relatos de cosas extraordinarias que suceden en algún
sitio como supuestas apariciones o hecho milagrosos; habremos visto cómo la
gente pronto reacciona ante esas cosas y no es difícil ver a peregrinaciones –
por llamarlo de alguna manera – de gentes que vienen de distintos lugares para
contemplar aquel espectáculo, el lugar de aquel hecho milagroso, o acaso
sentirse beneficiario del mismo.
La gente se
mueve por lo extraordinario, la gente corre de un lado para otro buscando el
milagro, nos movemos por las cosas extraordinarias, estamos siempre a la
búsqueda del milagro. Sin querer quitarle el valor que pueden tener los
santuarios que se levantan en distintos lugares recordando supuestos hechos
milagrosos o apariciones sobrenaturales, fijémonos cómo fácilmente nos quedamos
con esas manifestaciones externas y nos olvidamos que donde hemos de sentir de
verdad la presencia de Dios es en nuestro interior, en nuestro corazón.
Buscamos el
milagro, pero nos olvidamos del cambio que tendría que producirse en nuestro
corazón. Vamos a esos lugares y queremos traernos el objeto milagroso, ya sea
el agua de la fuente, ya sean las reliquias de unos santos que queremos llevar
como talismanes que nos libren o nos prevengan de los males de la vida. Pero
¿nos hemos traído el recuerdo de la Palabra de Dios que hemos plantado en
nuestro corazón? ¿Hemos llegado a vivir una experiencia viva de la presencia de
Dios que transforma nuestros corazones? Eso no sigue sucediendo hoy como ha
sucedido siempre a lo largo de los tiempos.
A esto nos
está previniendo hoy Jesús en el evangelio. La gente le pregunta por la llegada
del Reino de Dios, que El tanto venía anunciando – el evangelio es el anuncio
de esa Buena Noticia de que llega el Reino de Dios y la fe que se ha de
suscitar en nosotros – y El les responderá que ‘el reino
de Dios no viene aparatosamente, ni dirán: Está aquí o Está allí, porque,
mirad, el reino de Dios está en medio de vosotros… Entonces se os dirá: Está
aquí o Está allí; no vayáis ni corráis detrás, pues como el fulgor del
relámpago brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre
en su día’.
Nos está
describiendo Jesús lo que luego se ha venido repitiendo una y otra vez a lo
largo de los tiempos, pero como nos dice ‘el reino de Dios está en medio de
vosotros’. A veces da la impresión que el Reino de Dios lo convertimos en
cosas que hacer o cosas que suceden, y es cierto que la presencia del Reino de
Dios se ha de manifestar en nuestras vidas y también en la transformación que
vamos realizando de nuestra sociedad, pero el Reino de Dios es algo superior a
todo eso, porque tiene que partir de lo que en verdad vivamos en nuestro
interior. Por eso es ahí en nuestro interior donde en verdad tenemos que
buscarlo, es ahí en nuestro interior donde vamos a sentir esa presencia de Dios
en nuestra vida, convirtiéndolo en el único Señor de nuestra existencia.
No es ir,
entonces, de acá para allá, no es ir buscando esos lugares milagrosos donde
palpemos externamente lo sobrenatural; nos pueden ayudar los lugares cuando nos
ayudan a interiorizar, a buscar esa paz interior, a abrirnos a la palabra y a
la gracia de Dios; pero no será el lugar, sino que ha de ser siempre ese sentir
esa presencia de Dios en nuestra vida.
Ese es el
gran milagro, no el que nos curemos de tal o cual enfermedad o limitación, no
el que busquemos tener suerte en la vida y vamos a ver si nos toca la lotería,
es esa transformación de nuestra vida llenándonos de paz, llenándonos de
serenidad interior, sintiendo que quien en verdad es curado somos nosotros en
nuestro interior cuando llegamos a arrancar tantas sombras y cosas negativas
que nos llenan de oscuridad. Ese tiene que ser el verdadero milagro, no el que
nos traigamos objetos milagrosos como recuerdos y talismanes contra el mal,
sino la gracia de Dios que ha llegado a transformar nuestra vida, nuestro
corazón.
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