Humildad
grande y apertura del corazón para gustar del don de la fe y hacer que cada día crezca más y más
Santiago 3, 13-18; Sal 18; Marcos 9, 14-29
Una cosa, una aptitud que nos suelen
recomendar es que tengamos fe en nosotros mismos; la autoestima es algo que nos
aconsejan los sicólogos como algo muy fundamental para el camino de nuestra
vida, porque tenemos que creer en nosotros mismos, en nuestros valores, y que
seremos capaces de conseguir aquello que anhelamos o con lo que soñamos. Eso
nos hará sentirnos fuertes dentro de nosotros mismos y nos hará mantener
nuestra lucha y nuestro esfuerzo para querer alcanzar una meta, para superar
obstáculos, para encontrar solución a los problemas que se nos vayan
presentando.
Claro que esto no significa autosuficiencia
de creernos que solo en nosotros tenemos la fuerza y no ser capaces de pedir la
ayuda que necesitamos en un momento determinado. El autosuficiente se siente engreído
en si mismo y termina en su orgullo de querer ponerse en estadios que no le
corresponden o de subirse a pedestales colgándose a si mismos muchas medallas.
Esa fe en nosotros mismos nos hace ver también la realidad de lo que es nuestra
debilidad, de aquello que por nosotros no podemos alcanzar pero porque tenemos
esa fe en un día poder alcanzarlo también con la humildad suficiente pedir
ayuda a quien nos pueda tender una mano o darnos una salida o solución.
Cuando nos sentimos desesperados y
agobiados en nuestros problemas, en aquello que nos sucede pero de lo que
queremos salir podemos perder la confianza y tener la tentación de tirarlo todo
por la borda. Es un peligro que tenemos que evitar por eso tenemos que creer en
nosotros mismos y con esa humildad también de saber pedir ayuda a quien puede ofrecérnosla.
Cuando Jesús baja del monte con los
tres discípulos que habían sido testigos de hechos maravillosos allá en la
altura, se encuentran un gran revuelo y a un padre desesperado. Tenía fe en Jesús
pero no lo encontró cuando le traía a aquel hijo aquejado de tantos males,
endemoniado como se solía considerar en aquella época, y al no estar Jesús sus
discípulos no habían podido hacer nada. A la llegada de Jesús se postra ante El
para pedir su ayuda con la queja de que los discípulos nada habían hecho. Jesús
se queja de la falta de fe, porque incluso lo ve en los apóstoles que allí habían
quedado; el hombre insiste en su
petición pero ahora con cierta duda y por eso le dice ‘si algo puedes, ten compasión de nosotros y
ayúdanos’.
‘¿Si
puedo? Todo es posible para el que tiene fe’, es la respuesta de Jesús. Y ahí se agarra
aquel hombre; él quiere creer pero sabe que su fe es pobre, que se llena de
dudas, que tiene miedo, pero grande es la angustia por la que está pasando por
la situación de su hijo. Y entonces surge esa hermosa oracion que tanto tendría
que valernos también para nosotros. ‘Entonces el padre del muchacho se puso
a gritar: Creo, pero ayuda mi falta de fe’.
Creía,
necesitaba creer, pero necesitaba que su fe creciera, que se acabaran sus
dudas, que tuviera la certeza de que Jesús en verdad podía curar a su hijo, como en realidad sucedió. Por eso
suplica que le ayude a aumentar su fe. ‘Ayuda mi falta de fe’.
Comenzamos
hablando de la fe solamente en un sentido humano como una aptitud que hemos de
tener para nosotros mismos, creer en nosotros mismos. Pero ya decíamos que esa
fe nos hace reconocer nuestra debilidad y nos hace pedir ayuda. Humanamente
tenemos que hacerlo en esas buenas aptitudes que hemos de tener en la vida,
pero también en el ámbito de la fe como un don espiritual, sobrenatural.
Reconocemos
que es un don de Dios, que Dios nos regala. Pero no podemos se autosuficientes
y que ya creemos solo por nosotros mismos. Hemos de tener la humildad de pedir
la fe, de pedir que se nos ayude, que Dios nos ayude a que crezca nuestra fe.
Es una humildad grande y una apertura muy importante que hemos de tener en
nuestro corazón.
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