Externamente por vanidad queremos mostrar una imagen contradictoria con la maldad que llevamos oculta en el corazón que nos daña y con la que dañamos a los demás
1Reyes 10, 1-10; Sal 36; Marcos 7, 14-23
El evangelio que hoy se nos ofrece tiene una perfecta continuidad con el que ayer se proclamaba. Si entonces veíamos como los que habían bajado de Jerusalén vienen a echarle en cara a Jesús que sus discípulos no se lavan las manos antes de comer, con el peligro de que sean manos impuras por algo impuro que hubieran tocada y que entonces les producía una impureza en sus vidas, ahora vuelve a insistirnos Jesús en la necesaria pureza interior, porque la maldad no nos viene de fuera sino que la tenemos en el corazón del hombre.
Podemos, es cierto, recibir influencias desde el exterior, pero bien sabemos que la tentación no es pecado sino en el consentimiento de esa tentación. Podemos, como digo, recibir influencias desde el exterior porque pueden ser muchos los malos ejemplos y maldades que contemplemos que se pueden convertir como en una invitación para que nosotros obremos de la misma manera. Pero ahí está, tiene que estar, nuestra voluntad, el sí que nosotros podamos darle a esa incitación al mal, pero es nuestro corazón el que está diciendo sí al mal dejándonos embaucar por incitaciones engañosas.
El pecado, es cierto, nos acecha como una tentación, pero es nuestro yo el que da una respuesta. Y será esa inclinación al mal que sintamos en nuestro interior el que nos moverá en un sentido o en otro. Seremos nosotros los que demos esa respuesta y será entonces de nuestro corazón desde donde salen esos malos deseos que nos lleven a esas actitudes negativas en contra de los demás, aparecerán nuestros orgullos o nuestro amor propio, serán las ambiciones de todo tipo que sentimos en nuestro interior y ese afán de poseer o bienes materiales o poder nos llevarán a toda malquerencia y destrucción, será la violencia surgida de nuestras frustraciones la que nos impulse en contra de los demás tratando de destruir todo o a todos los que me puedan hacer sombra y me impidan alcanzar esos sueños de grandeza o de poder que anidan en nuestro corazón.
Esas cosas sí que son las que nos dan muerte, merman la verdadera vida de la que tendríamos que disfrutar entre la armonía y la paz con todos y nos llevan también a dañar la vida de los demás. Externamente no siempre lo manifestamos porque en nuestra vanidad queremos conservar una imagen que se convierte en engañosa para los demás, pero dentro de nuestro corazón ronronean esas malicias y esos malos deseos de destrucción y de muerte.
Es eso lo que humildemente tendríamos que saber presentar a Jesús para que nos sane y para que nos llene de nueva vida. Ya hemos contemplado en estos días cómo acudían de todas partes con sus dolencias y con sus males para que Jesús les curara, así nosotros hemos de presentarnos a Jesús, es la salvación más honda que El nos ofrece. Y no andemos preocupándonos por apariencias externas que pueden estar manifestando la tremenda hipocresía que llevamos en nuestras vidas. Queremos dar apariencia de buenos mientras el corazón lo llevamos lleno de maldades. Nos preocupamos de gestos externos con lo que dar una imagen, pero no todo es santo en nuestra vida.
Escuchemos, sí, y con mucha atención lo que hoy nos dice Jesús: ‘Escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre… Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro’.
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