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lunes, 10 de febrero de 2020

Jesús sigue queriendo llegar hoy y estar en medio de nosotros para ofrecernos también vida y salud para nuestros cuerpos pero sobre todo para nuestro espíritu

Jesús sigue queriendo llegar hoy y estar en medio de nosotros para ofrecernos también vida y salud para nuestros cuerpos pero sobre todo para nuestro espíritu

1Reyes 8, 1-7. 9-13; Sal 131; Marcos 6, 53-56
Nos sentimos mal cuando el cuerpo está enfermo, cuando alguno de sus órganos no funcionan debidamente, cuando nuestros miembros se ven atrofiados o limitados de alguna manera, cuando aparece el dolor que lacera nuestro cuerpo, cuando nuestras posibilidades de vida plena se ven limitadas y mermadas y así podíamos seguir haciendo referencia a todo lo que conlleva que la enfermedad aparezca en nuestro cuerpo.
Y por supuesto todo esto es causa de sufrimiento que ya no es solo el dolor físico de aquel miembro u órgano enfermo sino que eso nos afecta también a nuestro yo, a nuestro ser persona, a lo que es la vida que queremos vivir de la forma más plena posible. Cuando llegamos a este punto nos damos cuenta que hay dolor y que hay enfermedad mucho más allá de esas limitaciones corporales que podamos sufrir.
Nos sentimos mal con muchas mas cosas que nos hacen sufrir cuando nos sentimos insatisfechos en la vida, cuando nos duele el dolor de los demás sin que nosotros físicamente lo estemos padeciendo, cuando hemos perdido la paz interior, cuando nos sentimos heridos en nuestras relaciones con los demás, cuando sentimos frustración en aquello que no hemos conseguido, cuando quizá nos falten ideales altos y nobles y nos demos cuenta que lo que hacemos es ir arrastrándonos por superficialidades o por tantas cosas que nos crean dependencia y esclavitud, y así muchas cosas. Enfermedades del alma, enfermedades del espíritu, enfermedades y sufrimientos que nos afectan en lo más profundo de nuestro yo y nos producen desequilibrios y frustraciones, como ya antes decíamos.
Hoy nos habla el evangelio de aquellas multitudes de enfermos que salían al encuentro de Jesús en su caminar por los pueblos y aldeas de Galilea. Normalmente al hablarnos de ello, bien porque en ocasiones se nos hagan listas en este sentido o porque nos parece más cómodo y fácil pensarlo así, recordamos a ciegos y sordomudos, a leprosos y a paralíticos, pero también en ocasiones se nos habla de endemoniados y de poseídos por espíritus inmundos.
Creo, sin embargo, que en esas multitudes de enfermos que acudían a Jesús podemos englobar no solo los que padecían esas limitaciones somáticas sino también los que se veían envueltos en esa otra multitud de limitaciones y sufrimientos a los que someramente antes hacíamos referencia. El sufrimiento de aquella gente estaba en su pobreza pero también en su falta de esperanza, en las frustraciones que sufrían en su vida cuando se veían manipulados y tratados injustamente, cuando sentían que quizá no pudieran ofrecerle a sus hijos un futuro mejor pero que es ahora quizá muchas veces ni una alimentación suficiente, en los que se sentían vejados y maltratados por la vida pero sobre todo por aquellos que de una forma o de otra los esclavizaban o les imponían excesivas cargas para la vida.
Qué lista más inmensa podríamos hacer recogiendo todos esos sufrimientos que vivían entonces aquellos que se acercaban a Jesús, pero que tendríamos que pensar también en los sufrimientos diversos que sufren hoy los hombres y mujeres de nuestro tiempo y acaso nosotros mismos también. Ahí podemos englobar los sufrimientos y las tristezas de todos los hombres, sus desesperanzas y su falta de ilusión, las angustias de tantos corazones y la lagrimas muchas veces reprimidas de tantos rostros.
Y en medio de todos ellos caminaba Jesús cuando recorría las aldeas y pueblos de Galilea y de todo Israel curando a los enfermos, como sigue queriendo llegar hoy en medio de nosotros para ofrecernos también vida y salud para nuestros cuerpos pero sobre todo para nuestro espíritu.
Sintamos esa presencia salvadora de Jesús. El sana nuestra vida. Pongamos en su presencia nuestros sufrimientos, de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu, nuestras preocupaciones y nuestras angustias, nuestras esperanzas tantas veces frustradas y esos deseos de vida que llevamos en lo más hondo. En Jesús nos sentiremos con nueva vida.

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