Tenemos
que transmitir con algo más que palabras, con el testimonio de nuestras obras,
la autoridad del mensaje de Jesús que queremos llevar a los demás
1Tesalonicenses 5, 1-6. 9-11; Sal 26; Lucas
4, 31-37
Todos tenemos experiencia de habernos
encontrado en la vida con personas que nos merecen toda admiración y respeto a
las que escuchamos con gusto porque sus palabras están llenas de sabiduría en
su sencillez, pero que nos llegan hondo al corazón. Son personas humildes y
sencillas, personas de gran corazón y con una paz en su alma que trasmiten a
través de todos los sentidos, y en quienes vemos reflejadas todas aquellas
sabias consideraciones que nos hacen. La autoridad de sus palabras está en su
porte, en su manera de ser y de estar, en esa ternura con que nos trasmiten sus
sabios consejos. Nos quedaríamos para siempre con ellos escuchándoles y bebiéndonos
sus palabras.
Hoy nos dice el evangelio cómo las
gentes estaban asombradas por la autoridad con que hablaba Jesús y la sabiduría
de sus palabras. Allá en la sinagoga de Nazaret al principio se habían visto sorprendidos,
aunque luego la cerrazón de su corazón les llevara finalmente a rechazarle.
Pero allí con el texto del profeta proclamado y que El decía que aquella
Escritura se estaba cumpliendo en el hoy y allí que estaban viviendo, había
anunciado que el Espíritu del Señor estaba sobre El que le enviaba a anunciaba
la Buena Nueva a los pobres y la liberación a los oprimidos por el diablo.
De nuevo podía decir ahora en Cafarnaún
que aquella Escritura allí se estaba cumpliendo. Les ensañaba como solo podía hacerlo
El que era el verdadero maestro para todos, pero además los signos anunciados
allí se estaban realizando. En medio de las gentes, ahora en la sinagoga de
Cafarnaún, había un hombre poseído por un espíritu inmundo que incluso se pone
a gritar interrumpiendo al mismo Jesús y a todos. ‘¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a
acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios’.
Era, sí,
un reconocimiento de quien era Jesús, aunque las gentes aun no lo habían
reconocido como tal. Pero ellos era solamente el Maestro, cuanto más
reconocerían que un profeta había aparecido en medio de ellos, pero aquel
hombre poseído por el maligno lo estaba reconociendo como el Santo de Dios. Era
en cierto modo un reconocimiento de que era el Hijo de Dios.
Pero eran
los signos del Reino de Dios que llegaba. ‘Cierra la boca y sal’, fueron
las palabras de Jesús. Y aquel hombre quedó liberado del mal. No es extraño que
la gente se quedara admirada por la autoridad de las Palabras de Jesús. ‘¿Qué
tiene su palabra? Da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y
salen.» Noticias de él iban llegando a todos los lugares de la comarca’. Y
es que en Jesús podemos ver esas señales de autoridad de las que antes hablábamos
y que nos hacia admirar la sabiduría de
aquellos hombres que decíamos nos agradaba escuchar. Era la liberación del mal,
la buena noticia para los pobres y los oprimidos.
Era la
obra de Jesús pero que tiene que ser también nuestra obra. Si hemos venido
considerando la autoridad de las palabras de Jesús porque a sus palabras
acompañaban los signos, quizá tendríamos que estarnos planteando qué autoridad
tienen nuestras palabras cuando queremos hacer el anuncio de Jesús.
Cada
cristiano tiene que ser un mensajero. Esa misión nos confió Jesús. Y queremos
enseñar, queremos trasmitir el evangelio, queremos despertar la fe en el mundo
que nos rodea, pero ¿creerán nuestras palabras? ¿No estaremos muchas veces
haciendo una enseñanza teórica de Jesús y del evangelio? Nos hace falta algo
más, nos hace falta que transmitamos en nuestras palabras esa autoridad del
mensaje del evangelio.
No son
solo palabras lo que tenemos que trasmitir, lo que tenemos que enseñar. Nos
hace falta dar signos de esa liberación del mal. ¿Tenemos que ir haciendo
milagros, cosas extraordinarias?
Cosas
extraordinarias no hace falta, sino que vayamos dando en las cosas pequeñas de
cada día signos de esa liberación del mal. Empezando por nosotros mismos con el
estilo y sentido de nuestra vida, con el testimonio que demos a través de
nuestras obras, de nuestra manera de vivir de que estamos en verdad liberados
del mal. Hay tantos males que nos acechan, que nos dominan, que nos esclavizan
y no terminamos de dar esas señales. De la misma manera que tenemos que ser
signos en los demás, en lo que luchemos por la liberación del mal en cuantos
nos rodean. Son las obras del amor, de un amor comprometido, que tenemos que
realizar. Será la autoridad con que podamos presentarnos para hablar de Jesús.
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