Abismos
y vacíos que nos creamos distanciándonos de los demás que tenemos que
transformar llenando de humanidad el corazón para ver y actuar con una mirada
distinta
Amós 6, 1a. 4-7; Sal 145; 1Timoteo 6, 11-16;
Lucas 16, 19-31
Consecuencia de la poca profundidad que
le damos a la vida y a las cosas y entonces vivimos en un mundo de
incongruencias. Hoy todo facilita la comunicación, el encuentro, el contacto
con los demás y así buscamos amistades y relaciones a través de las redes
sociales con personas que están a miles de kilómetros de nosotros. Pero la
incongruencia está en que luego no conocemos el nombre del vecino de al lado y
cada uno viviendo en su mundo se crean abismos difíciles de transitar entre los
que más cerca estamos. Luego caemos en la indiferencia hacia esos seres
cercanos y nada sabemos de ellos y pueden estar envueltos en miles de problemas
pero como no nos comunicamos nada sabemos o nada queremos saber.
Buscamos mil fórmulas y culpabilizamos
a quien sea para que se resuelvan los grandes problemas del mundo, que si la
contaminación, que si el cambio climático, que si los grandes problemas de la
inmigración en que tantos se ven abocados a salir de sus países buscando una
vida mejor, pero nada sabemos – o no queremos saber – de los problemas del
vecino de al lado. No digo que no tengamos sensibilidad para esos grandes
problemas de la humanidad que tienen que preocuparnos y por los que tenemos que
hacer algo, pero descendamos al que está a ras de la misma calle que nosotros.
Y podríamos hablar de los abismos que
se ahondan cada vez más entre países ricos y países pobres, podemos hablar de
la mala distribución de la riqueza de la tierra que crea discriminaciones y
mundo a los que ya no sabemos que número dar por la pobreza cada vez mayor.
Pero ¿seremos conscientes del pobre que está a nuestro lado? Ese pobre que
tiene una cara y tiene un hombre, pero que pasamos a su lado sin mirarle a la
cara ni nunca nos hemos interesado por su nombre.
Hoy Jesús comienza a hablarnos del rico
que banqueteaba espléndidamente cada día, pero que tenia a la puerta de su casa
un pobre llamado Lázaro, echado en su portal y con el cuerpo lleno de llagas y
con ganas de alcanzar al menos la migajas que caían de la mesa del rico, pero
que nadie le daba nada. Estaba a la puerta, en su mismo portal, pero qué abismo
más grande había entre ellos. Y es curioso que Jesús incluso le ponga nombre a
aquel pobre. Algo nos querrá decir.
La parábola habla de la muerte de uno y
otro y mientras el pobre fue acogido en el seno de Abraham el rico fue
sumergido en el abismo en medio de tormentos que nos hablan de la culminación
de la vida desenfrenada de lujos y banquetes que habían llenado su vida, pero
que ahora le hacían estar en un vació profundo. Un abismo ahora seguía
separándolos de manera que no podía recibir ni el consuelo de un dedo
humedecido que refrescara sus resecos labios. Sentía ahora el tormento del vació
que había significado su vida a pesar de tenerlo todo.
Pero le había faltado algo, su vida
estaba vacía aunque quisiera llenarla de los sucedáneos de los places y de una
falsa alegría y felicidad, le había faltado humanidad para abrir los ojos y ver
a los hombres sus hermanos que estaban a su lado con sus miserias y problemas.
¿Nos harán pensar todos estos abismos y vacíos en los que nosotros también
podemos caer?
Con un vació grande caminamos muchas
veces en la vida, que aunque quizá podamos tener muchas cosas sin embargo no
serán capaces de llenar nuestro corazón de lo importante. Mencionábamos antes
la humanidad que nos falta en la vida que nos haría tener una mirada a los que
están cerca de nosotros y antes no veíamos y para comenzar a compartir ternura
y amor.
La parábola entra en un diálogo entre
el rico del abismo con Abraham pidiendo que al menos Lázaro pueda ir a avisar a
sus hermanos para que cambien el sentido de sus vidas y no terminen en un
tormento como el que él esta padeciendo. Ni que un muerto resucite les va a
valer, ‘que escuchen a Moisés y a los profetas’, le responde Abraham.
Una invitación a que nosotros escuchemos, sí, el evangelio de Jesús, la Palabra
de Dios que tan cercana tenemos de nosotros pero que muchas veces prescindimos
de ella en la vida.
Será la Palabra que nos ilumine, la
Palabra que nos abra los ojos del corazón para ver con una mirada nueva. Será
esa Palabra que ahora mismo nosotros estamos escuchando al hacernos estas
consideraciones después de escuchar el evangelio, pero que tan fácilmente
pronto olvidamos. Hablábamos al principio de esta reflexión de la poca
profundidad que le damos a la vida, del vació interior que muchas veces
sentimos y queremos llenar de tantos sucedáneos. Vayamos a empaparnos de esa
sabiduría de Dios que en su Palabra encontramos y que le dé ese sentido y
profundidad que tanto necesitamos.
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