Emprendamos
este tramo final del camino de la Pascua con estos días de contemplación y
celebración del misterio pascual que nos lleven a renacer a una vida nueva
Lucas, 19, 28-40
‘Los niños hebreos, llevando ramos
de olivo salieron al encuentro del Señor, extendían sus mantos por el camino y
aclamaban: Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor’. Así se canta en una de las antífonas de esta fiesta
recogiendo el sentir de lo que nos cuentan los evangelistas de la entrada de
Jesús en Jerusalén.
En la bajada del Monte de los Olivos
enfrente de la ciudad santa por el camino que venia del Jordán y por el que
confluían los peregrinos que venían de Galilea se arremolinaban las gentes que
conociendo los hechos inmediatos de lo realizado por Jesús – la resurrección de
Lázaro de Betania – ahora le aclaman con cánticos de profundo sentido
mesiánico. Algunos incómodos querrán acallar a la multitud e incluso se lo
piden al Maestro. ‘Os digo que si estos callan, gritarán las piedras’,
responde Jesús.
Suenan aires de triunfo, se canta la
gloria del Señor, se aclama a Jesús como el que viene en nombre del Señor. Si
un día Jesús no había permitido que allá en el descampado cuando la
multiplicación de los panes le aclamasen como Rey, ahora lo permite porque sabe
Jesús que es el inicio de la Pascua, de la verdadera Pascua. Son los
sentimientos que también nosotros dejamos traslucir en este domingo de Ramos en
la pasión del Señor. No podemos perder el sentido de este domingo con el que
iniciamos la Semana que culmina con la Pascua.
Jesús había anunciado repetidamente que
subía a Jerusalén donde iban a acontecer muchas cosas, que los discípulos les
costaba comprender. Ahora mientras subía desde Galilea el evangelista nos dice
que Jesús iba caminando delante, como si llevara prisa por lo que había de
suceder. Había anunciado que el Hijo del Hombre iba a ser entregado en manos de
los gentiles, que habría de sufrir pasión y muerte pero que al tercer día habría
de resucitar. Quizá los discípulos más cercanos que recordaban bien las
palabras de Jesús ahora no terminaban de comprender lo que estaba sucediendo, y
pareciera que les dieran la razón de que lo anunciado por Jesús no tenia por
qué suceder. El triunfo y la gloria que ahora se proclama es el preanuncio de lo
que había de ser la verdadera victoria. Todo se iría desarrollando a su tiempo
porque llegaba el tiempo de la verdadera pascua, la pascua nueva y eterna de la
nueva Alianza.
Este es el pórtico de esta semana que
llamamos santa por los grandes misterios que en ella celebramos. Cuarenta días
de subida hemos ido realizando a través de toda la Cuaresma para prepararnos
para la celebración del Misterio Pascual de la pasión, muerte y resurrección de
Jesús. Desde el principio hemos escuchado también ese anuncio de la subida a
Jerusalén, camino que hemos querido ir haciendo con Jesús, dejándonos iluminar
por su Palabra cada día. Llega ahora el momento de la celebración, de la
contemplación, de hacer vida en nosotros esa Pascua de Jesús que también nos
transforme y nos haga renacer a una nueva vida con la renovación de nuestro
compromiso bautismal en la noche de la Pascua.
Son días de contemplación pero cuando
hay verdadera contemplación hay transformación interior porque iremos rumiando
una y otra vez en nuestro interior todo este misterio pascual. Iremos poniéndonos
en cada situación y en cada momento – como hoy con aquellos niños hebreos que
alfombraban el camino de Jesús – para hacernos presentes y de ninguna manera de
forma pasiva en cada uno de esos momentos.
Necesitamos una predisposición en
nosotros para no quedarnos en superficialidades o meros sentimientos
compasivos. Muchas cosas podrían distraernos aun en medio de las celebraciones
y los actos que vivamos en estos días a pesar de la buena voluntad. Tenemos que
llenarnos de los sentimientos de Cristo Jesús, tenemos que dejarnos asombrar
por la maravilla del misterio que contemplamos, tenemos que saber hacer
silencio interior, tenemos que centrarnos de verdad en lo que es fundamental.
Es una contemplación que no hacemos
como meros espectadores, porque nos pueden encandilar las manifestaciones artísticas
que a la manera de catequesis a través de los tiempos han ido adornando y
llenando de contenido nuestras celebraciones. Es una contemplación que hacemos
del misterio de Dios y tenemos que dejarnos envolver por ese misterio que al
mismo tiempo se acerca a nosotros y se mete en nuestra vida. Por eso tiene que
ir surgiendo la verdadera oración que es también escucha, que se hace alabanza,
que compromete nuestra vida, que despierta nuestra fe.
Vayamos día a día empapándonos de ese
misterio, que es empaparnos de amor, que es dejarnos transformar desde lo más
hondo de nosotros, que es comenzar a vivir con toda intensidad esa vida que se
nos ofrece. Siempre tenemos que ir descubriendo la grandeza y la maravilla del
amor de Dios que se nos manifiesta en Jesús, en su entrega, en su pasión, en su
muerte en la Cruz. Así podremos resucitar a una vida nueva y cantar con la alegría
más profunda el aleluya de la resurrección.
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