Es la hora del amor, es el paso del
Señor, es la pascua, es la hora de comenzar a vivir su misma vida en su mismo
amor
Éxodo 12, 1-8. 11-14; Sal 115; 1Corintios 11, 23-26; Juan 13,
1-15
‘Yo he recibido una
tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido’ nos decía san Pablo en la carta a los
Corintios. Mientras en la lectura del Éxodo escuchábamos ‘porque es la
Pascua, el paso del Señor’. Y Jesús
en el evangelio nos dice que ‘ha llegado la hora, la hora de pasar de este
mundo al Padre’.
Tres expresiones podríamos
decir que nos están manifestando la grandeza del momento. No es un momento
cualquiera al que hacen referencia las lecturas de la Palabra hoy proclamadas
en la liturgia, como no es un momento cualquiera el que ahora nosotros estamos
viviendo. Es el hoy de nuestra salvación; es el hoy del paso de Dios por
nuestra vida; es el hoy de la Pascua. Y ese hoy no es simplemente recordar
tiempos pasados o circunstancias que hayamos podido vivir en otros momentos. Es
el hoy que nosotros tenemos que vivir, en esas circunstancias concretas de
nuestra vida, como de la vida de nuestro mundo. Porque es el hoy en que Dios
llega a nuestra vida.
Cuando celebramos jueves
santo es una simplemente repetición de otros momentos o de otros hechos. San
Pablo nos dice que ha recibido una tradición que al mismo tiempo nos trasmite.
Es cierto que hacemos memoria, pero la palabra que mejor lo expresa es
memorial, porque no solo es recuerdo sino que es presencia en el hoy de nuestra
vida. Es el paso del Señor en el hoy de nuestra vida, tal como somos, tal como
vivimos, en el mundo concreto en que estamos, con aquellas cosas que suceden en
el hoy de nuestro mundo.
Esto nos tiene que dar la
intensidad con que nosotros queremos vivir hoy jueves santo, como la intensidad
que le daremos mañana al Viernes Santo, pero será la intensidad de la Pascua
que viviremos cuando lleguemos en el amanecer del domingo a la celebración de
la resurrección. No lo podemos vivir de una forma cualquiera. Es nuestra vida
que se abre a la presencia de Dios en nosotros.
Contemplemos y revivamos
cuanto hoy celebramos. Sí, contemplar, quedarnos como extasiados ante el cuadro
que nos presenta el evangelio. Allí están en aquella sala grande en el piso de
arriba que aquella familia ha facilitado a Jesús para celebrar la cena pascual.
Allí está todo preparado, como ayer escuchábamos que hacían los discípulos a
las indicaciones de Jesús. Allí está sintiendo Jesús la grandeza de aquel
momento. ‘Había llegado la hora…’ Y se rompen los protocolos.
Es Jesús el que se levanta
de la mesa y se despoja del manto, ciñéndose una toalla a la cintura. Normal
era que se ofreciera agua al huésped que llegara a casa para que se purificara,
pero ahora es Jesús el que va postrándose a los pies de los apóstoles para ser
El quien les lavara los pies. Asombro, desconcierto, lo contemplamos en los
rostros de los apóstoles; reticencias como la de Pedro que no quiere
permitirlo, pero insistencia de Jesús. ‘No tendrás parte conmigo’ y en
su amor por Jesús ya Pedro está dispuesto para no separarse de Jesús que no
solo sean los pies sino todo. ‘Uno que se ha bañado no necesita lavarse más
que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios,
aunque no todos’.
Este gesto de Jesús es bien
significativo. Quien se quita el manto y se ciñe bien es el que se dispone a
trabajar, a servir. Es lo que está realizando Jesús. Porque es el signo de su
entrega. El es el Maestro y el Señor, pero es quien ha venido a servir, a dar
su vida en rescate por muchos. Es el signo de su entrega con el amor más grande
que nadie habría podido imaginar. Es el amor del que da su vida por los ama. Es
el amor con el que el Señor nos ama a nosotros.
Ahí está el paso del Señor,
entonces y ahora. Es el Señor que nos ama, que me ama a mi, que me ama tal como
soy, que me ama aunque sea pecador, que me ama y sigue amándome por toda la
eternidad para dar su vida por mi. Y es lo que ahora tengo que sentir y tengo
que vivir. No podemos cansarnos de considerar lo que es el amor que Dios nos
tiene y que así se nos manifiesta en Jesús.
Por eso a partir de
entonces vamos a sentir que cada vez que comemos del Pan que Jesús nos da y
bebemos de su copa vamos a sentir que está con nosotros, que por nosotros está
dándosenos, que nos está amando y podemos y tenemos que sentir su presencia de
la misma manera que la sintieron los apóstoles en aquella cena pascual.
Parte el pan y nos lo
reparte para que lo comamos, es su cuerpo; por eso cada vez que comemos de ese
pan hacemos memoria del Señor – ‘haced esto en memoria mía’ nos ha dicho
– y ya no es un pan cualquiera que comemos, sino que estamos comiendo al mismo
Señor. Aquel Pan de vida que prometió allá en la sinagoga de Cafarnaún y que
nos dijo que era su carne, y que quien comiera su carne y bebiera su sangre tendría
viva para siempre, nos resucitaría en el último día.
Los discípulos no terminaron de comprender totalmente las palabras de
Jesús allá en la sinagoga; ahora en la cena pascual lo están entendiendo. Como
nosotros que parece que no siempre entendemos y creemos en total fidelidad las
palabras de Jesús, pero que ahora tenemos que sentir de una manera especial
dentro de nosotros. Porque ahora tenemos que comprender y tenemos que
comprender que es el paso del Señor, es la Pascua.
Un paso del Señor que nos transforma, que nos pone en nuevo camino,
que nos impulsa a vivir su misma entrega, que nos llena de su Espíritu para que
vivamos su mismo amor. Entenderemos entonces lo que nos dice Jesús que tenemos
que amarnos y no con amor cualquiera sino con un amor como el suyo. ‘Amaos
los unos a los otros como yo os he amado’, nos dice. Y entenderemos todo
aquello que a lo largo del evangelio nos ha dicho de cómo tiene que ser nuestro
amor, para amar a todos, para rezar por todos, para sentirnos en comunión con
todos, para con todos tener un corazón abierto al perdón y a la verdadera
comunión.
Es la pascua, es el paso del Señor, es la hora del amor, es la hora de
comenzar a vivir su misma vida en su mismo amor.
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