Aprendamos
a dar cabida en nuestro corazón a los sufrimientos y problemas de todos los
hombres que son nuestros hermanos
Isaías 65,17-21; Sal. 29; Juan 4,43-54
Sentimos preocupación cuando tenemos
enfermo un ser querido; siente preocupación una madre cuando enferma un hijo,
nos preocupamos cuando nos padres se van
haciendo mayores y con sus limitaciones físicas cada día se han más
dependientes de los demás; pero sentimos preocupación cuando esas personas que
llevamos en el corazón tienen problemas y buscamos, aunque muchas veces no
sabemos, cómo ayudarles. Queremos que salgan de esa situación, que se curen de
enfermedad, que tengan una vida normal y feliz.
Aunque en la distancia vemos también
las situaciones problemáticas de otras personas, la situación de miseria y
pobreza, por ejemplo, que puede haber en ciertos sectores de la población o
acaso pensamos también en otros países con sus guerras, su hambre y su miseria,
las situaciones inestables que viven en su sociedad, sentimos algo dentro de
nosotros, pero lo miramos en la distancia, y parece como que no nos duele
tanto.
¿Qué podemos hacer? ¿Cómo podemos
solidarizarnos no solo de palabra sino de una forma efectiva? Tenemos también
el peligro de que nos acostumbremos y hasta lleguemos a olvidarnos pensado solo
en nuestras preocupaciones más cercanas, en las problemáticas que tengamos a
nuestro lado o en los seres que amamos.
Me surge este pensamiento y esta reflexión
viendo la angustia de aquel padre que tiene un hijo enfermo y en peligro de
muerte quizá por la gravedad de sus fiebres y acude a Jesús, va en busca de
Jesús, aunque tenga que trasladarse en este caso desde Cafarnaún hasta Caná de
Galilea. En repetidas ocasiones vemos situaciones similares en el evangelio, el
centurión que busca la salud de su criado, Jairo que acude a Jesús porque su
hija está en las últimas.
Valora Jesús la fe de aquellos hombres
o de cuantos acuden a él en busca de ayuda en su enfermedad o en sus
limitaciones, pero también vemos que Jesús quiere llegar más allá de esa
preocupación de la salud del cuerpo, quiere despertar una verdadera fe en
aquellos que le siguen y nos hace descubrir que hay otros males dentro de
nosotros o en el corazón de los demás de los que tenemos que preocuparnos
también de encontrar solución o salvación. Recordemos cómo Jesús al despedir a
los enfermos curados o aquellos con los que ha tenido una acción especial
siempre les desea la paz. ‘Vete en paz’, les dice.
Esto me lleva en esta reflexión a
pensar en algo más que ha de motivar nuestras oraciones, por nosotros mismos o
por los demás. Pedimos normalmente con insistencia al Señor la salud, y decimos
quien tiene salud lo tiene todo. ¿Pero qué salud estamos pidiendo? ¿Solo que se
nos quite el dolor de nuestro cuerpo o que se remedie cualquier limitación física
que podamos tener? ¿No habrá otros dolores en nuestra vida que no se quedan en
el cuerpo? ¿No habrá otras preocupaciones u otros problemas en nosotros o en
los demás que nos pueden llenar de angustia, de inestabilidad, de pérdida de la
paz interior?
Pero también me hace pensar en la
actitud, en cierto modo, egoísta que podamos tener en nuestras oraciones,
porque o solo pedimos por nosotros mismos, o cuando más por aquellos seres que
queremos o a quienes podamos tener algún aprecio. Pedimos por los demás, pero
que creo que tenemos que aprender a romper el círculo de solo quedarnos en los
que podríamos llamar los nuestros. La amplitud de nuestra oración tendría que
ser más universal, para dar cabida en nuestro corazón a tantos sufrimientos de
todo tipo que padecen tantos aunque no los conozcamos y por quienes tendríamos
que convertirnos también en intercesores.
¿No decimos que el amor que nos enseña
y nos pide Jesús tiene que ser universal? Si a todos hemos de amar, porque de
todos tenemos que sentirnos hermanos, a todos démosle un sitio en nuestro
corazón, y pongámoslos también en nuestra oración en la presencia del Señor.
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