La trascendencia con que vivimos la vida y la esperanza de vida eterna que tenemos nacida de nuestra fe nos hace mirar con una mirada nueva nuestra propia vida y la realidad de la muerte
Apocalipsis 21, 1-5a. 6b-7; Sal 24; Juan 11, 17-27
La actitud o la postura que tomemos ante la muerte son la actitud y la
postura con que hemos vivido nuestra
vida. El sentido y el valor que le hemos dado a nuestra vida nos hará
comprender o no el sentido de la muerte. Cuando nos ponemos con una actitud de
amargura ante el hecho de la muerte, preguntémonos como hemos vivido nuestra vida, cual es la
esperanza con que hemos vivido.
Claro que si hemos vivido la vida sin ningún tipo de trascendencia al
llegar al umbral de la muerte nos encontraremos ante un final detrás del cual
no esperamos ninguna cosa; si hemos vivido solo pensando en nosotros mismos,
solo en disfrutar sea como sea, una amargura aparecerá en lo más hondo de
nosotros mismos porque se nos acaba ese disfrutar y entonces nos
desesperaríamos porque quizá no pudimos disfrutar todo lo que hubiéramos
querido. Y así podríamos seguir analizando cual es el sentido o el valor, como decíamos,
que le hemos dado a nuestra vida.
Ya nos decía san Pablo en ese texto que quizás tantas hemos escuchado
que nosotros los creyentes en Cristo Jesús no podemos amargarnos ante la muerte
como aquellos que no tienen esperanza.
Ayer cuando celebrábamos la fiesta de todos los santos algo en lo que queríamos
incidir es la esperanza de vida eterna que anima nuestra vida desde la fe que
tenemos en Jesús.
La muerte no es esa puerta que se nos abre ante nosotros en un momento
dado, en el momento que quizá menos esperamos, ante una negrura sin fin en la
que no hay nada. La muerte no es ese punto final en la que se acaba todo y ya
nada más podemos esperar. Esa no es nuestra fe, la fe que proclamamos en el
Credo que nos sabemos de memoria y tantas veces habremos recitado. Creemos y
esperamos en la vida eterna, traspasamos ese umbral de la muerte esperando
encontrar en la misericordia de Dios esa vida de dicha en plenitud que Dios nos
tiene reservada. La muerte no nos conduce a una inseguridad y a un vacío sino
que nos abre a la vida eterna.
Si mientras hemos caminado en esta vida lo hemos hecho con esa
esperanza, con los pies bien firmes en nuestra tierra pero con nuestra mente y
nuestro espíritu puesto en Dios, lo que hemos hecho tiene un valor para la
eternidad, un valor que nos conduce a una plenitud de vida que Dios nos quiere
regalar.
‘Venid vosotros, benditos de mi Padre, al Reino que os tiene
preparado desde la creación del mundo…’ nos dice Jesús en el Evangelio. Y
nos dirá que El va a prepararnos sitio, porque donde está El quiere que estemos
nosotros, y nos promete vida sin fin para quienes creemos en El, y nos pide que
guardemos nuestros tesoros en el cielo donde no hay ladrón que nos los robe, ni
polilla que se los carcoma.
Y esto lo pensamos para el sentido de nuestra vida y de nuestra
muerte, y ese pensamiento de esperanza nos acompaña cuando fallecen nuestros
seres queridos. Nuestra esperanza es que vivan para siempre en Dios en donde un
día también con ellos nos encontraremos. Y porque sabemos que todos somos débiles,
la experiencia la tenemos en nosotros mismos, la muerte de nuestros seres
queridos la acompañamos con nuestra oración porque los ponemos en las manos de
Dios para que los acoja en su misericordia, los perdone y los llene de vida
para siempre.
Sentiremos la tristeza y el desgarro de la separación, pero con la
esperanza de que un día volveremos a encontrarnos en el Señor. Por nuestras
lagrimas no tienen que estar llenas de amargura y desesperación, por eso la
esperanza ha de animar esos momentos de tristeza y de dolor.
Hoy, dos de noviembre, la Iglesia quiere hacer una conmemoración de
todos los difuntos; es cierto que nosotros continuamente recordaremos a
nuestros seres queridos y elevaremos una oración llena de esperanza por ellos,
pero en este día no solo queremos recordar a los nuestros de una forma egoísta,
sino que queremos abrir nuestro corazón para que nuestra oración sea más
universal y quepan todos en nuestro corazón.
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