Al celebrar a todos los santos sentimos el estimulo de sus vidas para vivir nosotros también esa santidad y elevamos nuestro espíritu con la esperanza de la vida eterna en la plenitud de Dios
Apocalipsis 7, 2-4. 9-14; Sal 23; 1Juan 3, 1-3; Mateo 5,
1-12a
Aunque en el común del pensamiento de la gente hablar de la fiesta de
todos los santos les hace pensar sobre todo en sus difuntos, en aquellos seres
queridos que han muerto, realmente esa conmemoración corresponde más al día dos
de noviembre que a este día primero del mes. Es como decíamos la fiesta de
Todos los Santos, así sencillamente pero también con un hondo significado.
Hablamos de los santos y pensamos sobre todo en aquellos a los que la
Iglesia ha reconocido su santidad y están incluidos sus nombres en ese
catálogo, llamémoslo así, teniendo su fiesta o memoria en unos días
determinados a lo largo del año. Sin embargo lo que la Iglesia quiere
conmemorar y celebrar en este día son todos los santos, estén o no incluidos en
ese catálogo oficial, porque ya gozan de la visión y la gloria de Dios en el
cielo.
Claro que al hablar de santos podemos pensar también en los que aún
caminan sobre la tierra, y que resplandecen por la santidad de sus vidas y
contemplamos su entrega y su amor, la rectitud con que viven y su fe
inquebrantable en Dios. Más aún no podemos dejar de pensar en aquello que
mencionaba el apóstol cuando al dirigir sus cartas a las diferentes comunidades
eclesiales se refería a los santos de aquella comunidad; y es que no podemos
olvidar que en virtud de la consagración de nuestro bautismo todos estamos
llamados a la santidad y si tratamos en verdad de ser fieles así podría y tendría
que llamársenos a todos los que estamos bautizados.
Estamos, pues, viendo un sentido de esta solemnidad que hoy estamos
celebrando que se convierte así en el ejemplo de los santos en un estímulo y
acicate para el camino de nuestra vida cristiana. La propia palabra de Dios que
en esta celebración se nos proclama nos señala también cuales han de ser esos
caminos que nos conduzcan a esa dicha y felicidad que nos promete Jesús. Una
buena reflexión tendríamos que hacernos en las bienaventuranzas que nos propone
Jesús desde el sermón del monte en el Evangelio y que pueden marcar la pauta de
lo que ha de ser nuestro camino.
Pero hay un aspecto en el que yo quisiera fijarme ahora. Algunas veces
tenemos la tentación de caminar por esta vida como si ésta vida terrenal es lo único
que pudiéramos vivir. Todo se reduce y se acaba a los días que vivamos acá
sobre la tierra y entonces intentamos vivir con la mayor rectitud posible,
buscando siempre el bien y la justicia, es cierto, queriendo lograr un mundo
mejor donde todos seamos más felices y nadie tenga que sufrir por ningún
motivo. Buscamos ser solidarios los unos con los otros, ser justos en lo que
hacemos, evitando todo tipo de sufrimiento como si quisiéramos solo conseguir
un paraíso sobre esta tierra.
Perdemos así una referencia muy importante, la trascendencia que le
queremos dar a nuestra vida y nuestros actos que tiene que ir más allá que lo
que ahora y aquí podamos conseguir; perdemos la trascendencia y la esperanza de
la vida eterna y en lo menos que pensamos mientras vivimos los afanes de esta
vida, aun queriendo vivir en la mayor rectitud, es en esa vida futura, en esa vida
eterna de la que tanto nos habla Jesús en el evangelio.
Cortamos, de alguna manera, las alas de plenitud que todos llevamos en
nuestro interior y que bien sabemos que solo en la realidad de esta vida no
podemos llegar a conseguir en su totalidad. Si no tenemos la esperanza de esa
plenitud total yo diría que nuestra vida se ve mermada, se ve limitada, porque
cuando llegue la hora de la muerte, de terminar este camino aquí en la tierra
se nos acaba todo y pareciera que caemos en un pozo oscuro y sin fondo.
Son parte de nuestra fe en la tenemos el peligro de no pensar. Vivimos
como si solo existiera la realidad de este mundo. Perdemos el sentido de Dios
en quien ansiamos encontrarnos para poder llegar a vivir esa plenitud total que
solo en Dios podemos alcanzar. Si perdemos de vista todo lo que sea esa
referencia a la vida eterna, a la vida del mundo futuro, aunque digamos que
somos creyentes, nuestra fe en Dios se queda muy titubeante, muy debilitada. Y
muchos que incluso nos llamamos cristianos vivimos sin esa esperanza, sin esa
referencia a la plenitud de la vida eterna.
Quería fijarme en este aspecto precisamente hoy cuando estamos
celebrando la fiesta de todos los santos. No queremos solamente recordar a unos
hombres y mujeres que hicieron su camino antes que nosotros y trataron de vivir
en la mayor rectitud y con el más profundo amor, sino que estamos celebrando a
quienes viven y viven en la plenitud de Dios porque han alcanzado esa vida
eterna de dicha y de felicidad.
Viven ya la felicidad y la plenitud del Reino de Dios que como nos
dicen las bienaventuranzas poseerán los pobres, tendrán como recompensa los que
se han mantenido fieles al camino del evangelio, los que gozan de la plena visión
de Dios porque apartaron de sus vidas la malicia, los que ven saciados
plenamente sus deseos y su hambre de justicia y de paz, y los que ahora gozan
del consuelo de Dios tras los sufrimientos y tribulaciones que hayan podido
vivir en esta vida terrena. Ahora gozan de la plenitud de Dios, ahora viven esa
felicidad eterna que solo en Dios se puede alcanzar.
Es la esperanza de la vida eterna que anima nuestra vida y que nos
hace sortear esos caminos muchas veces tan llenos de tribulaciones, lo que nos
mantiene firmes en nuestras luchas y nos hace saber desprendernos de nosotros
mismos por el amor que inflama nuestros corazones. Hoy miramos a lo alto,
contemplamos esa multitud innumerable de la que nos habla el libro del
Apocalipsis, y nuestro espíritu se eleva al contemplar a los santos, y nuestros
corazones se llenan de esperanza, y ansiamos de verdad que un día podamos
disfrutar de esa vida eterna en la plenitud de Dios.
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