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viernes, 24 de marzo de 2017

No nos vale decir ‘eso ya lo se’ sino traducirlo en las obras de amor de nuestra vida para vivir la congruencia de nuestra fe

No nos vale decir ‘eso ya lo se’ sino traducirlo en las obras de amor de nuestra vida para vivir la congruencia de nuestra fe

Oseas 14,2-10; Sal 80; Marcos 12, 28b-34
‘Eso ya lo se’, habremos dicho o habremos escuchado muchas veces. Quizás nos recuerdan algo que hemos aprendido desde chiquitos, nos lo están recordando ante una actitud o una postura que habremos tomado que no será la mas correcta, ‘eso ya lo se’ respondemos, pero nuestra actitud no cambia, seguimos haciendo lo mismo. Son incongruencias que aparecen una y otra vez en la vida y quizás no sabemos como remediarlo porque puede mas en nosotros la costumbre, la rutina, lo que siempre hemos hecho aunque no este en consonancia con aquellos principios y valores que todos conocemos y decimos que aceptamos; nuestra aceptación se queda en meras palabras, no se traduce en la vida.
Creo que esto nos daría para pensar mucho sobre nuestros valores y nuestros principios cristianos. Decimos que somos creyente como el que mas y en eso  no nos gana nadie, pero seguimos con nuestros apegos y ataduras, no siempre resplandece el amor, la generosidad, la solidaridad como tendría que brillar, guardamos en nuestro interior tantos sentimientos hacia los que no aceptamos o los que nos hayan podido molestar u ofender en algo en un momento determinado, nos aparecen muchas incongruencias en nuestra vida.
En el evangelio hoy hemos escuchado que un escriba se acerca a Jesús a preguntarle por el mandamiento principal. Si el era un escriba, un maestro de la ley eso era algo que tenia que tener muy claro. ¿Estaría intentando tentar a Jesús a ver como lo cogia en alguna cosa con la que desacreditarle o acusarle, como tantas  veces sucediera en personajes semejantes? En este caso el evangelista no hace referencia alguna.
¿Qué podía responder Jesús? Con lo que todo judío sabía muy bien porque así lo había aprendido desde pequeño y era como un credo que todo judío piadoso recitaba varias veces al día. Lo que estaba escrito allá en el libro del Deuteronomio. ‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. Y Jesús añade algo más, que también estaba en la Escritura Sagrada: ‘El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos’.
El escriba se da por satisfecho con la respuesta de Jesús porque todo eso vale más que todos los holocaustos y sacrificios. Y será Jesús el que apostille entonces: ‘No estas lejos del Reino de Dios… haz esto y vivirás’. ¿Buscaba aquel hombre que era lo más importante? ¿Estaría quizás preguntándose en que se traducía aquel Reino de Dios que Jesús anunciaba?
Ahí lo tenia, Dios es nuestro único Señor y a El hemos de adorar, a El hemos de amar con todo nuestro corazón, con toda nuestra vida; pero esa adoración a Dios, ese amor a Dios sobre todas las cosas tenia que traducirse necesariamente en el amor al prójimo. No cabía uno sin el otro. No cabe el amor a Dios si no amamos de corazón a nuestro hermano; no podemos amar de corazón a nuestro hermano con toda la hondura que nos pide Jesús si no nos fundamentamos en el amor que le tenemos a Dios de quien recibimos gracia, de quien recibimos la fuerza del Espíritu para poder amar con un amor así.
Pero, como decíamos al principio, no nos vale decir ‘eso ya lo se’. Lo sabemos pero tenemos que hacerlo. Lo sabemos pero tenemos que traducirlo en las obras de amor de nuestra vida. Así romperíamos esa espiral de incongruencias en las que nos vemos metidos tantas veces en la vida.

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