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miércoles, 3 de febrero de 2016

Una capacidad de sorpresa en nuestro corazón nos llevará a descubrir mejor el misterio de Dios que se nos revela y la belleza de los valores que hay en los demás

Una capacidad de sorpresa en nuestro corazón nos llevará a descubrir mejor el misterio de Dios que se nos revela y la belleza de los valores que hay en los demás

2Samuel 24,2.9-17; Sal 31; Marcos 6,1-6

Qué distintas serian nuestras relaciones y nuestra convivencia si supiéramos aceptarnos con sinceridad, sin poner cortapisas ni limitaciones al concepto que podamos tener de los demás. Nos llenamos fácilmente de prejuicios y de antemano sin conocer bien a las personas ya las juzgamos y las marcamos. Porque es de aquí o de allí, porque tiene esta familia o porque me dijeron un día no sé qué cosas, porque tiene una apariencia determinada, porque en un momento determinado se manifestó pensando distinto a nosotros, ya vamos poniendo marcas que son como limitaciones a nuestra convivencia con esas personas.
Lo vemos en la vida diaria, en la manera como miramos con excesiva distancia al que no conocemos, o en los limites que ponemos en el dialogo y la relación con los otros. Nos volvemos desconfiados, y aunque hablemos quizá de hospitalidad le hemos puesto cerraduras a nuestro corazón y no dejamos entrar en nuestra vida a cualquiera que no cuadre con esas líneas divisorias o limites puestos de antemano. Cuantos ejemplos podríamos poner de tantas cosas como vemos a nuestro alrededor en la vida social, en la vida política, en tantas cosas que suceden en nuestra sociedad y que por esos límites no sabemos encontrarle una verdadera solución.
Me lleva a hacerme esta reflexión previa el texto del evangelio que hoy se nos propone en la liturgia del día, pero mirando al mismo tiempo las cosas que suceden en nuestra sociedad, que están sucediendo, hemos de reconocer, ahora mismo.
Hoy el evangelio nos habla de que Jesús fue a su ciudad, y el sábado fue a la sinagoga y haciendo la lectura se puso a enseñar, a hacer el comentario, como se hacia todos los sábados en todas las sinagogas judías, en que se leían la ley y los profetas. La gente estaba admirada por su enseñanza. Lo que en principio era un orgullo de pueblo, pues era uno de los de ellos, pronto se volvió en contra. Era uno de ellos, pero ¿de donde había sacado aquella enseñanza y aquella doctrina? Si conocemos su familia, sus parientes viven aquí entre nosotros, ¿de donde la viene esa sabiduría? Comenzaban a desconfiar. Siembra dudas y pronto habrás creado la desconfianza total que hace que nos volvamos en contra de aquel que quizá en principio admirábamos.
Es lo que sucedió entonces. Por eso terminará diciéndoles Jesús aquel refrán de antiguo que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Surgen las dudas y surgen los prejuicios. Era uno de ellos, ¿quién era él para atreverse a levantarse en la sinagoga para enseñarles? Y no creyeron en Jesús. Se queja Jesús de su falta de fe.
Es necesario dejarse sorprender por el misterio de Dios. No es lo que nosotros imaginamos o lo que nosotros tengamos planeado. Las medidas de Dios no son las medidas de los hombres y el amor de Dios no tiene la limitación que pueda tener nuestro amor humano. Dios nos supera. Será Él el modelo y ejemplo de lo que tiene que ser nuestro amor. Tenemos muchas veces ideas preconcebidas de lo que tiene que ser Dios, pero su inmensidad y la inmensidad de su amor supera todos nuestros límites humanos. Por eso su amor será siempre para nosotros una sorpresa; tenemos que dejarnos sorprender por su amor porque es un amor infinito.
Es también la capacidad de sorpresa con que hemos de ir también al encuentro con los demás, sin ideas preconcebidas, sin prejuicios, para poder ser capaz de admirar la belleza de los valores que hay en los demás. Si lleváramos bien abiertos los ojos sin ningún cristal que le de algún especial color o que pueda distorsionar lo que vemos, nos sorprenderíamos de verdad ante tanto bueno que siempre vamos a encontrar en los demás.

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