Una capacidad de sorpresa en nuestro corazón nos llevará a descubrir mejor el misterio de Dios que se nos revela y la belleza de los valores que hay en los demás
2Samuel 24,2.9-17; Sal 31;
Marcos 6,1-6
Qué distintas serian nuestras relaciones y nuestra convivencia si supiéramos
aceptarnos con sinceridad, sin poner cortapisas ni limitaciones al concepto que
podamos tener de los demás. Nos llenamos fácilmente de prejuicios y de antemano
sin conocer bien a las personas ya las juzgamos y las marcamos. Porque es de
aquí o de allí, porque tiene esta familia o porque me dijeron un día no sé qué
cosas, porque tiene una apariencia determinada, porque en un momento
determinado se manifestó pensando distinto a nosotros, ya vamos poniendo marcas
que son como limitaciones a nuestra convivencia con esas personas.
Lo vemos en la vida diaria, en la manera como miramos con excesiva
distancia al que no conocemos, o en los limites que ponemos en el dialogo y la
relación con los otros. Nos volvemos desconfiados, y aunque hablemos quizá de
hospitalidad le hemos puesto cerraduras a nuestro corazón y no dejamos entrar
en nuestra vida a cualquiera que no cuadre con esas líneas divisorias o limites
puestos de antemano. Cuantos ejemplos podríamos poner de tantas cosas como
vemos a nuestro alrededor en la vida social, en la vida política, en tantas
cosas que suceden en nuestra sociedad y que por esos límites no sabemos
encontrarle una verdadera solución.
Me lleva a hacerme esta reflexión previa el texto del evangelio que
hoy se nos propone en la liturgia del día, pero mirando al mismo tiempo las
cosas que suceden en nuestra sociedad, que están sucediendo, hemos de
reconocer, ahora mismo.
Hoy el evangelio nos habla de que Jesús fue a su ciudad, y el sábado
fue a la sinagoga y haciendo la lectura se puso a enseñar, a hacer el
comentario, como se hacia todos los sábados en todas las sinagogas judías, en
que se leían la ley y los profetas. La gente estaba admirada por su enseñanza.
Lo que en principio era un orgullo de pueblo, pues era uno de los de ellos,
pronto se volvió en contra. Era uno de ellos, pero ¿de donde había sacado
aquella enseñanza y aquella doctrina? Si conocemos su familia, sus parientes
viven aquí entre nosotros, ¿de donde la viene esa sabiduría? Comenzaban a
desconfiar. Siembra dudas y pronto habrás creado la desconfianza total que hace
que nos volvamos en contra de aquel que quizá en principio admirábamos.
Es lo que sucedió entonces. Por eso terminará diciéndoles Jesús aquel
refrán de antiguo que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Surgen las
dudas y surgen los prejuicios. Era uno de ellos, ¿quién era él para atreverse a
levantarse en la sinagoga para enseñarles? Y no creyeron en Jesús. Se queja
Jesús de su falta de fe.
Es necesario dejarse sorprender por el misterio de Dios. No es lo que
nosotros imaginamos o lo que nosotros tengamos planeado. Las medidas de Dios no
son las medidas de los hombres y el amor de Dios no tiene la limitación que
pueda tener nuestro amor humano. Dios nos supera. Será Él el modelo y ejemplo
de lo que tiene que ser nuestro amor. Tenemos muchas veces ideas preconcebidas
de lo que tiene que ser Dios, pero su inmensidad y la inmensidad de su amor
supera todos nuestros límites humanos. Por eso su amor será siempre para
nosotros una sorpresa; tenemos que dejarnos sorprender por su amor porque es un
amor infinito.
Es también la capacidad de sorpresa con que hemos de ir también al
encuentro con los demás, sin ideas preconcebidas, sin prejuicios, para poder
ser capaz de admirar la belleza de los valores que hay en los demás. Si
lleváramos bien abiertos los ojos sin ningún cristal que le de algún especial
color o que pueda distorsionar lo que vemos, nos sorprenderíamos de verdad ante
tanto bueno que siempre vamos a encontrar en los demás.
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