Busquemos la sabiduría del evangelio que nos conduce a la vida eterna aprendiendo a vaciarnos de nosotros mismos
Sabiduría 7, 7-11; Sal. 89; Hebreos 4, 12-13; Marcos 10, 17-30
Seguramente que más de una vez hemos oído decir que la
Iglesia tiene que cambiar en sus posturas, que ha de modernizarse y ponerse al
día, que no se puede estar enseñando lo mismo sobre determinadas cuestiones
porque el mundo ha avanzado, las cosas en la sociedad han cambiado, la gente
pide otra cosa; y ahí suelen salir una serie de cuestiones, que si de moral
sexual, que si del aborto o la eutanasia, y ahora mismo las cosas están
candentes con el tema del matrimonio y la familia, con motivo del Sínodo que se
está celebrando y donde algunos pareciera que están esperando que la Iglesia ha
de bajarse de sus principios, cambiar lo que son materias fundamentales de los
sacramentos o del mismo matrimonio.
Yo me atrevo a decir que esto no es nada nuevo y propio
solo de nuestro tiempo. A lo largo de todos los siglos siempre nos hemos
encontrado con quienes pareciera que están buscando rebajas en las cosas
tocantes a nuestra fe o a nuestros principios morales, porque la gente se va o
quiere pensar de otra manera. Peticiones así no le han faltado a la Iglesia en
el correr de los tiempos.
Pero es que eso hoy mismo lo encontramos en la escena
del Evangelio de este domingo. Serán los propios discípulos cercanos a Jesús
los que exclamaran ante lo que Jesús les está proponiendo ‘entonces, ¿quién puede salvarse?’ Ante las exigencias que propone
Jesús de lo que significa su seguimiento a ellos les parece que eso es
imposible y Jesús debería de actuar de otra manera o enseñar otras cosas que
agraden más a la gente. Ya recordamos que en otro momento, allá en la sinagoga
de Cafarnaún la gente dirá que Jesús está loco y muchos ya no querrán saber
nada de Jesús.
Jesús viene a iluminar nuestra vida con la luz de la
sabiduría de Dios en todas y cada una de las circunstancias que los hombres
vivimos. Y Jesús nos habla con claridad. La ocasión ha sido en este momento el
hecho de aquel joven que se acerca a Jesús con buenos deseos e intenciones,
pero que no pasan de ahí cuando Jesús abre ante sus ojos otros caminos. Quiere
aquel joven saber de la sabiduría de la vida eterna y qué es lo que hay que
hacer y Jesús comienza por plantearlo los mandamientos. Pero aquel joven está
muy lleno de si mismo. ‘Maestro, yo todo
eso lo he cumplido desde pequeño’. Y Jesús le dirá que hay que vaciarse de
si mismo porque otras han de ser las actitudes.
Aparentemente todo parece centrarse en el tema de las
riquezas, porque aquel joven se marchó porque era muy rico y Jesús dirá qué difícil
les es entrar en el reino de los cielos a los ricos, lo que motivará los
comentarios de los discípulos a que hemos hecho referencia. Pero no nos quedemos
en la materialidad de las palabras, aunque hacen, es cierto, clara referencia a
las riquezas, sino que hemos de entender todo lo que son los apegos que llenan
nuestro corazón convirtiéndolos en centros y dueños de nuestra vida.
Ya decíamos que aquel joven estaban muy lleno de si
mismo; y no era solo que las riquezas que poseía ya le encerraban en si mismo,
siendo una rémora imposible de saltar
para ser capaz de desprenderse de todo, vendiendo lo que tenía y dando el
dinero a los pobres. Es eso y algo más, porque son muchos los orgullos de
nuestro corazón porque nosotros sí sabemos,
nosotros sí somos buenos, nosotros somos los escogidos y hacemos las
cosas siempre bien, nosotros nos creemos con la posesión de la verdad absoluta,
y así tantas cosas.
Qué espíritu nuevo habríamos de tener de una mayor
humildad y sencillez; qué generosidad de nuestro corazón para compartir pero
también para saber aceptar a los demás y de los demás. Son los caminos nuevos
del evangelio que nos cuesta aceptar y asumir de verdad en nuestra vida. Es lo
que nos está planteando Jesús cuando nos habla de vender nuestras cosas y
posesiones para poder encontrar el verdadero tesoro de nuestra vida.
No es simplemente que nosotros nos desprendamos de
nuestras cosas para volvernos pobres miserables, sino saber entender bien el
sentido de eso que poseemos que no solo es nuestro y para nosotros. Comprender
que eso que tenemos hemos de convertirlo en un bien para los demás porque quizá
una cosa que tendríamos que hacer es hacer fructificar esas cosas para hacer
posible que otras personas tengan; y cuando digo tengan no es solo porque se lo
demos y así puedan por ejemplo alimentarse o tener lo indispensable para la
vida, sino que quizá lo que podríamos ofrecer es un trabajo digno para esos que
nada tienen a nuestro lado desde eso que nosotros tenemos y no nos contentamos
con guardarlo, enterrarlo como aquel del talento de la parábola, sino que lo
hacemos fructificar para bien de los demás.
Ese darlo a los pobres podría significar que aunque a
mi no me falte lo necesario aprenda sin embargo a vivir en la austeridad y en
la sencillez para sentir en mi propia carne el sacrificio de los que nada
tienen para poder vivir; seguro que cuando lo sintamos en nuestra propia carne
- y ese es el sentido del ayuno penitencial que la Iglesia nos propone -
aprenderemos mejor lo que es la necesidad que los otros padecen y en
consecuencia habrá una compasión más auténtica en nosotros, porque realmente
estaremos padeciendo con y como los que nada tienen.
Es la sabiduría del evangelio que hemos de buscar para
convertirlo de verdad en sabiduría de nuestra vida. Aquel joven del evangelio
buscaba la sabiduría de la vida eterna y Jesús nos está enseñando cual es el
camino de esa verdadera sabiduría aprendiendo a vaciarnos de nosotros mismos. Y
aunque nos cueste y hasta nos parezca imposible, en esa tarea no estamos solos
porque Dios está con nosotros.
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