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lunes, 6 de julio de 2015

Quienes nos ven tendrían que lo que decía Jacob: Realmente el Señor está aquí… no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo

Quienes nos ven tendrían que lo que decía Jacob: Realmente el Señor está aquí… no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo

Génesis 28, 12- 22; Sal 90; Mateo 9,18-26
‘Realmente el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía. Y, sobrecogido, añadió: Qué terrible es este lugar; no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo’. Jacob había tenido un sueño en el que a través de diversos signos - la escalera que escalaba hasta el cielo - había sentido la presencia y la gloria del Señor. Ahora quiere que aquel lugar sea para siempre un signo de la presencia de Dios, un lugar santo, un lugar sagrado, levantando allí una piedra como estela y derramando aceite sobre ella como signo de consagración.
Los hombres de todos los tiempos en todas las religiones han tenido sus lugares sagrados asociando dicho lugar a la presencia de Dios. Nosotros los cristianos tenemos también esos lugares sagrados, desde aquellos sitios en los que estuvo la presencia de Jesús en su encarnación en la tierra y en su muerte y resurrección, como en tantos templos que levantamos para el culto del Señor en medio de nuestras comunidades y que se convierten así en medio del mundo en un signo de la presencia de Dios en medio de nosotros.
Quienes hemos tenido la gracia de poder visitar la tierra santa que pisó Jesús nos gusta y nos llena de emoción estar en aquellos lugares que nos recuerdan la presencia de Jesús y su acción salvadora en medio de nosotros; así con devoción acudimos a Belén lugar de su nacimiento, o nos acercamos al calvario lugar de su muerte, sepultura y resurrección; visitamos Nazaret o el Jordán, acudimos al cenáculo o recorremos la calle de la amargura, bajamos a Getsemaní o subimos el monte de los Olivos recordando su entrada en Jerusalén o su Ascensión a los cielos. Todo lo vivimos con emoción como una gracia del Señor porque aquellos lugares se nos convierten en signos de ese paso salvador de Dios en medio de nosotros.
Igual que en nuestros pueblos tenemos nuestros templos que solemos llamar Iglesias por ser el lugar donde se reúne la comunidad, la Iglesia, para escuchar la Palabra de Dios y celebrar la salvación con los sacramentos, tenemos también otros lugares de especial significado de esa presencia sagrada de Dios en nuestros santuarios ya sean dedicados a la Virgen o al Señor o nos recuerden también a aquellos que nos precedieron y con su vida santa se convierten también para nosotros en signos de esa presencia de Dios en medio del mundo.
Veneramos esos lugares, sentimos una presencia especial del Señor en ellos, se convierten para nosotros en medio del mundo en signos de esa presencia de gracia de Dios. Nuestros templos no pueden quedarse en unos monumentos artísticos o históricos, por muchos que sea el arte o la historia que se encierren en ellos, sino que tienen que ser siempre esos signos que nos recuerden esa presencia de Dios. Por eso son para nosotros lugares especiales para la celebración del culto.
Pero no olvidemos una cosa. ¿Quién es el verdadero templo de Dios? Recordemos que Jesús nos hablaba de destruir y reconstruir este templo, refiriéndose a su cuerpo, porque Cristo es el verdadero templo de Dios en medio de nosotros. Pero sí, hay una cosa que no podemos olvidar, que nosotros también somos esos templos del Espíritu, esa morada de Dios. Así hemos sido purificados y consagrados en nuestro bautismo. Así Dios quiere habitar en nosotros, porque ya nos dice Jesús que si escuchamos su palabra y cumplimos su mandamiento El y el Padre vendrán a nosotros y harán morada en nosotros.
También de nosotros se ha de decir aquello que decía Jacob: ‘Realmente el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía… no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo’. Eso hemos de ser nosotros. Eso hemos de vivir y sentirnos también sobrecogidos por esa grandeza que el Señor nos ha concedido y que nos obligará a vivir más santamente. Lo hemos de tener muy en cuenta como exigencia para la santidad de nuestra vida, pero también porque así nosotros hemos de convertirnos para los demás en signos de esa presencia y esa gracia del Señor.
Quienes nos ven tendrían que ver en nosotros esa presencia de Dios en medio del mundo. Tremenda grandeza y tremenda responsabilidad.

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