Nos asombramos ante las maravillas de Dios y nos dejamos transformar por su Espíritu para hacer nacer un hombre nuevo y un mundo nuevo
Ez. 2, 2-5; Sal. 122; 2Cor.12, 7-10; Mc. 1-6
Los paisanos de Jesús en Nazaret estaban asombrados
pero no convencidos. Hasta ellos habían ido llegando noticias de que Jesús, el
hijo de María, el hijo del carpintero, el pariente de Santiago y José, y Judas
y Simón, cuando había venido del Jordán iba recorriendo desde Cafarnaún las
aldeas de Galilea e iba enseñando algo nuevo: que llegaba el Reino de Dios y
había que creer esa buena noticia; al mismo tiempo les contaban cómo hacía
milagros porque curaba a los enfermos y expulsaba a los demonios.
Ahora había vuelto por su pueblo y el sábado se
adelantó en la sinagoga a hacer la lectura y dirigir la oración con su
enseñanza. Estaban asombrados. ¿Dónde había aprendido lo que ahora enseñaba? No
tenían conocimiento de que hubiera asistido a las escuelas de los rabinos ni en
Jerusalén ni en ningún sitio, porque la juventud la había pasado allí entre
ellos en el mismo oficio que José. ‘¿De
dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esta que le han enseñado? ¿Y esos
milagros de sus manos?’ Aunque allí aún no había realizado ninguno.
Estaban asombrados, pero no convencidos. No terminaban
de creer ni de confiar. ‘No desprecian a
un profeta más que entre sus parientes y en su casa’, les había dicho. Bien
sabemos que es así, porque a los más cercanos es a los que más les cuesta
creer, porque creen conocerlo desde siempre y se preguntan de donde saca todas
esas cosas que ahora enseña. Más tarde también los fariseos y los maestros de
la ley vendrán preguntando algo así como que en qué escuela rabínica ha
aprendido Jesús todas esas cosas para hablar con esa autoridad. Porque todos reconocerán
que habla con autoridad, que nadie ha hablado como El; y le harán preguntas
para ponerlo a prueba para ver si enseña algo contrario a la ley o a sus
tradiciones.
El evangelista Marcos no nos explicita lo que fue la
predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret mientras en el texto paralelo de
san Lucas nos habla de la lectura del profeta Isaías que anunciaba al que venía
lleno del Espíritu para anunciar la Buena Nueva y proclamar el año de gracia
del Señor. Marcos quisiera quizá insistir más en el asombro, pero al mismo
tiempo en la falta de fe. Por eso dirá que ‘no
pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las
manos, y se extrañó de su falta de fe’.
¿Pensaban quizá más en el Jesús taumatúrgico que en el
propio mensaje que Jesús pudiera ofrecerles de la llegada del Reino de Dios? Es
lo que nos puede suceder muchas veces en muchas expresiones de nuestra
religiosidad. Buscar el milagro, buscar la cosa asombrosa, pero no escuchar el
mensaje y hacernos participes de la salvación. Pensemos en lo que buscamos
muchas veces en nuestras visitas a los santuarios de mayor devoción. La
salvación que buscamos se nos puede quedar en la búsqueda del remedio para
nuestros males, para nuestras necesidades materiales o nuestras enfermedades,
pero no llegamos a ahondar lo suficiente para sentir cómo el Señor con su
salvación llega a nosotros para transformar nuestros corazones.
Es esa transformación del corazón lo que tendríamos que
buscar para vivir esos valores nuevos que Jesús nos ofrece en la Buena Noticia
del Evangelio. Que arranquemos de nosotros esas actitudes negativas, esas
posturas de comodidad o de rutina, esos planteamientos egoístas y materialistas
que nos hacemos en la vida que nos encierran en nosotros mismos y en nuestros
intereses, esos resentimientos y envidias que nos amargan el corazón y con los
que amargamos y hacemos sufrir también a cuantos están a nuestro lado, esas violencias
que aparecen muchas veces en nuestras
reacciones con las que podemos hacer daño a los demás.
Ese es el verdadero milagro que Jesús quiere hacer en
nuestra vida transformando nuestro corazón. Es la Buena Noticia que Jesús viene
a traernos, de que es posible que seamos ese hombre nuevo que El quiere de
nosotros y que es posible hacer que nuestro mundo sea mejor. Tenemos la
garantía de su gracia, de su presencia, de su Espíritu que estará siempre con
nosotros.
Que se despierte la verdadera fe en nuestros corazones.
Que en verdad queramos escucharle allá en lo más hondo de nosotros mismos, no
quedándonos solamente en el asombro, sino que demos pasos en esa transformación
del corazón. Sí, nos sentimos asombrados ante sus maravillas, ante su Sabiduría
infinita de la que queremos beber, cantamos nuestra alabanza al Dios bueno que
tanto nos ama, pero al mismo tiempo nos dejamos conducir por su gracia, por la
fuerza de su Espíritu, porque además todo eso que recibimos del Señor hemos de
comunicarlo, trasmitirlo a los demás, contagiándolos de esa fe y de esos deseos
de un mundo mejor.
Nos asombramos ante las maravillas de Dios, ante la
Sabiduría de Dios que se nos manifiesta en Jesús y nos queremos dejar
transformar por su Espíritu para hacer nacer un hombre nuevo y un mundo nuevo.
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