Una confesión de fe que nos abre el camino de la Iglesia
Hechos, 12. 1-11;
Sal. 33; 2Tim. 4, 6-8.17-18; Mt. 16, 13-19
Una
confesión de fe que nos abre el camino de la Iglesia. ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’, confiesa Pedro. ‘Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mí Iglesia… te daré las llaves del Reino de los cielos: lo que ates
en la tierra quedará atado en el cielo, lo que desates en la tierra, quedará
desatado en el cielo’.
Ciertamente
el momento es solemne y de suma trascendencia. Jesús les pregunta por su fe y
es Pedro el que se adelanta a confesarla. ‘No
te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’,
le dice Jesús. Pero ‘así como mi Padre me
ha enviado, así os envío yo’, dirá Jesús en otra ocasión, pero de ahora en
adelante Pedro tiene una misión, ha sido enviado, se le confiado la Iglesia, ha
de mantenerse firme, porque ha de confirmar para siempre en la fe a sus
hermanos.
Desde el
principio del evangelio los encuentros de los primeros discípulos, y, si
queremos, en especial de Pedro van a ser impactantes y Pedro se va a sentir
sobrecogido por lo que el Señor le va revelando y le va confiando. Será su
hermano Andrés el que lo lleve a Jesús ‘porque
hemos encontrado al Mesías’, pero desde el primer momento ya Jesús lo llama
por su nombre, aunque le anunciará que va a ser piedra, una piedra fundamental
en la futura Iglesia. ‘Tú eres Simón, el
hijo de Jonás; en adelante te llamarás Cefas, (es decir, Pedro)’. El cambio
de nombre significa el anuncio o la concesión de una misión especial.
Será junto
al lago, cuando estén remendando las redes o limpiando la barca y los llame
para seguirle, o será después de la pesca milagrosa en la que ya Pedro adelanta
una confesión de confianza en la palabra de Jesús -‘por tu nombre, porque tú me lo dices, aunque yo sé que no hay pesca
porque he estado toda la noche bregando, echaré las redes’- cuando Pedro
impresionado se siente pecador en la presencia de Jesús al que ya está
contemplando como una presencia extraordinaria y maravillosa de Dios, pero
Jesús los llamará para ser pescadores de hombres. ‘Apártate de mi, que soy un pecador’, le había dicho Pedro
postrándose ante Jesús, pero Jesús les dirá en una y otra ocasión: ‘Venid conmigo que os haré pescadores de
hombres’.
Otro
momento de sentirse impresionado por la manifestación de la gloria del Señor
será en lo alto del Tabor. Grande y maravilloso es el misterio de luz que están
contemplando y merece la pena quedarse allí para siempre. ‘Haremos tres chozas, una para ti, otra para Moisés, otra para Elías’,
será el deseo de Pedro. Pero allí se estará confirmando desde el cielo todo el
misterio de Dios que se revela en Jesús. ‘Este
es mi hijo amado, escuchadlo’, será la voz que se escucha.
Habrán de
escuchar a Dios, escuchar a Jesús, pero habrá que volver a la llanura de la
vida, y aunque ahora aun no puedan hablar de ello, después de la resurrección
de la que es un signo y un anticipo aquella teofanía que habían contemplado,
Pedro confesará valientemente con la fuerza del Espíritu ante todos que aquel
Jesús que todos habían conocido Dios lo había constituido Señor y Mesías.
Todavía
habrían de venir las dudas, las cosas difíciles de comprender y hasta las
cobardes negaciones. Aunque cuando Jesús anunciaba su pasión le decía que se
quitara eso de la cabeza que eso no podía suceder, sin embargo estaba dispuesto
a todo por Jesús hasta dar la vida por El. Habría de pasar por el sueño, la
oscuridad y la soledad de Getsemaní, que le debilitaría hasta ceder con su
negación ante los criados del Pontífice, pero más tarde su confesión ya sería
de amor, y de un amor tan grande que solo Jesús podía saber hasta donde podía
llegar. ‘Tú lo sabes todo, tú sabes que
te amo’. Y tras esa confesión no solo de fe sino de amor, vendría la
confirmación de la misión que él tendría en la Iglesia. ‘Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos’.
Una
confesión de fe que nos abre el camino de la Iglesia, habíamos dicho al
principio de nuestra reflexión. Y es lo que hoy en esta fiesta de los santos
Apóstoles san Pedro y san Pablo estamos en cierto modo celebrando. Hoy es una
fiesta muy eclesial, muy con sentido de Iglesia. Al celebrar a san Pedro
estamos celebrando también el día del Papa, sucesor de Pedro, con la misma misión de Pedro en medio de la
comunidad eclesial.
Una buena
ocasión para que nosotros también proclamemos con toda intensidad nuestra fe.
Nos sentimos sobrecogidos también por la experiencia de nuestra fe, porque no
es algo meramente humano lo que vivimos y en lo que creemos. Es algo sobrenatural
que a nosotros también nos envuelve, porque en la medida en que vamos siendo
conscientes de la fe que confesamos nos vamos viendo envueltos por el misterio
de Dios que se nos manifiesta e invade totalmente nuestra vida. Es algo que
también a nosotros nos sobrepasa cuando vemos el misterio de Dios tan cerca de
nuestra vida, como lo iba sintiendo Pedro. No es algo frió que solo confesemos
con nuestras palabras, sino que al ir confesando nuestra fe, desde lo más hondo
de nosotros mismos tenemos que irnos abriendo al misterio de Dios.
¿Nos
sentiremos pequeños y pecadores, como se sentía Pedro? ¿Nos sentiremos indignos
como Isaías cuando contempló en una visión todo el misterio de la gloria de
Dios? ¿Nos sentiremos entusiasmados quizá como Pedro en el Tabor y querremos
quedarnos allí embelesados sin darnos cuenta que tenemos que bajar de la
montaña y volver a la llanura de la vida donde está nuestra tarea de hacer
presente a Dios en medio del mundo? ¿Tendremos el entusiasmo de Pedro de decir
que estamos dispuestos a todo por seguirle, pero que luego veremos que no es
tan fácil dar la cara, que vendrán momentos de dolor y de pasión y eso es duro
y que casi preferiríamos rehuirlos y tendremos la tentación de echarnos para
detrás?
Toda esa mezcolanza
de cosas nos pueden suceder y muchas más. Pero tenemos que saber seguir hasta
el final con nuestra confesión de fe y con nuestra confesión y porfía de amor,
como Pedro. Y es que ahora nosotros sabemos que no estamos solos, porque
sabemos que no nos va a faltar nunca la presencia del Espíritu que nos
fortalece y nos hace ver las cosas con mayor claridad.
Pero
además nosotros sabemos otra cosa y es que la fuerza del Espíritu del Señor
está en su Iglesia y tenemos a Pedro a nuestro lado en la persona del Papa y de
los pastores de la Iglesia que nos ayudan y nos animan, que nos iluminan con la
luz de la Palabra del Señor; pero sabemos también que en esa tarea de proclamar
y anunciar nuestra fe nos sentimos en comunión de Iglesia, que es una tarea de
toda la Iglesia y allí donde yo esté
confesando y proclamando mi fe conmigo está la Iglesia, están mis hermanos
creyentes formando todos juntos como una piña para hacer ese anuncio misionero.
Como hemos
venido diciendo con Pedro también nuestra confesión de fe nos abre el camino de
la Iglesia. Es así como nos quiso Jesús. No ha venido Cristo con su salvación
para que sigamos encerrados en nuestros egoísmos e individualidades, viviendo
la fe cada una por su lado y ajeno a los demás. Cuando Cristo viene a traernos
la salvación ya se nos dice que con su sangre vino a traer la reconciliación y
la paz. Vino a destruir los muros que nos separaban. Y no es que simplemente
nos reconciliemos con Dios y en lo demás sigamos de la misma manera. Nuestra
reconciliación y nuestra paz pasa por nuestra vuelta a Dios, es cierto, pero
también nuestra vuelta al encuentro con los demás para vivir una nueva comunión
y un nuevo amor entre todos nosotros.
Por eso
nuestra fe no la vivimos tan individualizada que no nos importen los demás;
todo lo contrario nuestra fe en Jesús tiene siempre un sentido de comunión y en comunión con los
demás hermanos hemos de vivirla. Por eso venimos diciendo que la confesión de
nuestra fe en Jesús nos abre a los caminos de la Iglesia.
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