¿Por qué creemos o qué es lo que buscamos en nuestra fe? Preguntas interesantes que nos purifican
2Reyes, 5, 1-15; Sal. 41; Lc. 4, 24-30
La cuaresma es este camino de cuarenta días que la
Iglesia nos propone, a la manera del itinerario que hacían los catecúmenos para
prepararse para el Bautismo, para prepararnos a vivir con todo sentido y
profundidad el misterio pascual que nos disponemos a celebrar. Cuando las cosas
son importantes para nuestra vida nos preparamos para ellas, porque queremos aprovecharlas
con toda intensidad, saborearlas con profundidad aprovechando todo lo que nos
pueda enriquecer como personas y, en este caso, como cristianos.
Por eso la liturgia de la Iglesia es muy rica en sus
oraciones y signos, pero sobre todo en la riqueza de la Palabra de Dios que nos
propone cada día. A la luz de la Palabra de Dios vamos haciendo este camino;
por eso es tan importante cómo la proclamamos y cómo la escuchamos no queriendo
desaprovechar ni lo más mínimo de la gracia que se nos ofrece. Se me ocurre una
imagen cuando comemos una comida especial y muy sabrosa tratamos de saborearla,
no nos la tragamos así de cualquier manera, sino que a cada bocado la
paladeamos y saboreamos para disfrutar de ella. Con qué atención hemos de escucharla
y la queremos meditar en nuestro corazón al tiempo que vamos confrontando
nuestra vida para ir purificándonos día a día y enriqueciéndonos de gracia que
nos haga cada vez más santos.
Con sabiduría la Iglesia nos va ofreciendo el que a la
luz de la Palabra vayamos revisando y enriqueciendo más y más nuestra fe,
purificándola también de imperfecciones en la manera de vivirla, haciendo que
resplandezca de la manera más pura en todo aquello que hacemos y vivimos y
ayudándonos a que en verdad se empape toda nuestra existencia de esa fe que
profesamos.
¿Por qué creemos o qué es lo que buscamos en nuestra
fe? Es la respuesta que damos a todo el amor que el Señor nos tiene. Y sentimos
su presencia y su gracia que nos ayuda y nos fortalece en el camino de nuestra
fe, para que mantengamos siempre nuestra total fidelidad. Pero no siempre
sabemos vivir nuestra fe. En ocasiones pareciera que somos interesados en
nuestra relación con Dios y si no estamos viendo cosas extraordinarias parece
que se nos enfría nuestra fe. Hay quien no fundamenta su fe sino en los
milagros; si no hay milagros ya no creen.
El texto del evangelio que hemos escuchado hoy está en
el marco de la visita que Jesús hace a Nazaret, su pueblo, cuando va el sábado
a la sinagoga, hace la lectura y el comentario. Cuando hemos escuchado el texto completo en su
primera parte hemos visto la admiración llena de orgullo que siente la gente de
Nazaret por Jesús, porque es uno de ellos. Pero pronto quieren aprovechar esa
circunstancia y están queriendo ver qué cosas extraordinarias va a hacer Jesús
allí en su pueblo. Han oído hablar de los milagros que Jesús hacía en Cafarnaún
y ahora quieren que algo así suceda entre ellos. Pero, ¿es verdadera fe la que
han puesto en Jesús?
Ya sabemos lo que Jesús nos manifestará a lo largo del
Evangelio. Los milagros no lo son todo y para llegar a ello hará falta una fe
grande. Aquí Jesús se extrañará de su falta de fe y en texto paralelo de otros
evangelista narrándonos esta visita a Nazaret dirá que ‘no hizo milagros allí por su falta de fe’, a pesar de todos
los orgullos y alabanzas, porque era de allí, el hijo del carpintero. Recordemos
cómo en otras ocasiones pedirá la fe a quienes acuden a él, o alabará la fe del
centurión romano, de la mujer cananea o de la mujer de las hemorragias. En esos
casos era grande la fe pero era grande también la humildad con que acudían a
Jesús.
Ahora les recuerda a sus convecinos que, no porque esté
en su pueblo, va a hacer esos milagros para sustentar orgullos patrios; les
recuerda lo del leproso Naamán - que hemos escuchado en la primera lectura -
con el profeta Eliseo, o lo de Elías con la viuda de Sarepta de Sidón, ambos
paganos y no judíos. La humildad al final de Naamán hizo que se abriera al
misterio de Dios y Dios obrara maravillas en él curándole de la lepra. Ya hemos
escuchado cual fue la reacción de la gente de Nazaret.
Todo esto nos tiene que hacer reflexionar sobre nuestra
fe. Con humildad tenemos que ir ante Dios y es cuando Dios obrará maravillas en
nosotros. Pero esas maravillas que Dios realiza en nosotros no tienen que ser
milagros de cosas extraordinarias, sino que ha de ser el milagro de que sepamos
sentir la presencia de Dios en nuestro corazón y nos haga tener actitudes
nuevas en nosotros y en nuestra relación con los demás.
Quizá desde nuestra necesidad, desde nuestros
sufrimientos y limitaciones sentimos el deseo de que el Señor obre el milagro
de curarnos de todos esos males que afectan a nuestro cuerpo. Pero ¿no sería un
milagro grande que Dios obrara en nosotros si con la fuerza de su gracia
cambiamos nuestras actitudes y nuestras posturas hacia los otros comportándonos
con más sinceridad y humildad, queriéndonos más, siendo capaces de aceptarnos
tal como somos, respetarnos más y perdonarnos siempre y en todo?
¿Qué es lo que tendríamos que pedirle al Señor? Hay una
tremenda lepra que dejamos meter en nuestra vida, peor que la lepra del cuerpo,
cuando dejamos que nuestro corazón se llene de resentimientos, cuando dejamos
que se introduzca la mala semilla de la
envidia en la tierra de nuestra vida, cuando nos hacemos violentos e
intratables, cuando nos encerramos en nuestros orgullos y egoísmos. Que el
Señor nos cure de esas lepras. Dejemos que la Palabra del Señor llegue a
nuestra vida y con su gracia nos sintamos purificados. Es una buena preparación
para la Pascua.
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