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martes, 25 de marzo de 2014

La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria



La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria

Is. 7,10-14; Sal.39; Hb. 10, 5-10; Lc. 1 ,26-38
‘La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria’, es la aclamación que la liturgia nos invita a hacer antes  del Evangelio. Es precisamente el misterio de la Encarnación de Dios en las entrañas de María del que nos habla el Evangelio. Es el Misterio de la Encarnación de Dios que hoy estamos celebrando.
No nos hemos detenido lo suficiente ante este misterio de Dios que hoy estamos celebrando. No es cualquier cosa. No es simplemente que Dios venga a visitarnos como se visita a un familiar o a un amigo, que vamos, lo visitamos y luego nos vamos. Dios viene a visitarnos, como repetidamente se nos dice en la Escritura y en la liturgia, pero viene a quedarse: ‘acampó entre nosotros’. Así lo escuchamos en los cánticos de Zacarías y del anciano Simeón - ‘bendito sea el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo… por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto…’ -, pero esa visita de Dios será un estar Dios para siempre con nosotros, porque ya para siempre, desde que se encarnó en el seno de la Virgen será para siempre Emmanuel.
Lo hemos escuchado en el profeta en la primera lectura - ‘la virgen concebirá y dará a luz un hijo al que se le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros’ - pero es el cumplimiento de las antiguas promesas al pueblo de Israel, como reconoceremos en el prefacio, pero es al mismo tiempo la esperanza de todos los pueblos que en todas las expresiones religiosas siempre han manifestado ese deseo de vivir a Dios, o de estar en Dios.
Bellamente y con altura teológica nos lo ha presentado así el evangelio de Juan en lo que llamamos su prólogo o su primer capítulo. Es la luz que viene a iluminarnos, es la verdad que nos viene a dar plenitud, es la vida que nos va a llenar de Dios plenamente, es el Verbo de Dios, el Hijo de Dios que planta su tienda entre nosotros para ser para siempre nuestra salvación. ‘Y hemos visto su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre lleno de gracia y de verdad’.
No nos cansemos de considerar esta maravilla del misterio de Dios, de contemplar la gloria de Dios que así se nos manifiesta. Tendríamos que rumiarlo una y otra vez en nuestra cabeza y en nuestro corazón contemplando la hermosa escena de Nazaret. Allí se estaba realizando ese misterio de Dios; allí se estaba derramando el amor de Dios pero en una medida infinita como es siempre el amor que Dios nos tiene y nos entrega a su Hijo único para que realice esa ofrenda de amor de su vida que nos dará la salvación para siempre.
Es el grito que escuchamos en la entrada del Hijo de Dios en el mundo, nuestra carne humana, al hacerse carne como nosotros. Grito de obediencia que va precedido o acompañado por el susurro de amor que salía del corazón de María cuando recibe la embajada angélica. ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’ nos narraba la carta a los Hebreos que fue la exclamación y la aclamación de Cristo al entrar en el mundo. ‘Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra’, escuchamos a María como un eco de la ofrenda de amor de Cristo. Cuánto nos enseña esta actitud de María, este ‘sí’ de María.
Demos gracias a Dios por el misterio que se nos revela. El amor de Dios supera todas las expectativas que pudiera tener el hombre. Nos desborda en su inmensidad y nos sentimos envueltos en ese amor que será ya para siempre nuestro amor. Si uno se parara lo suficiente a considerar este misterio del amor de Dios que es su Encarnación se quedaría como ensimismado sin saber qué decir o qué hacer ante tanta maravilla. Decimos ‘sí’ con nuestra fe; nos lo repetimos una y otra vez en nuestro interior y brota generosa y como espontánea la ofrenda que nosotros queremos hacer también de nuestro amor.
‘Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad’, repetimos embelesados porque parece que ya no sabemos decir otra cosa. No son unos holocaustos cualesquiera los que le vamos a ofrecer al Señor; no es la sangre de los animales ni el sacrificio de las cosas, sino que va a ser nuestra voluntad, nuestro yo, nuestra vida, todo nuestro amor. ‘Todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo - su sacrificio en la cruz - hecho de una vez  para siempre’. El sacrificio de Cristo nos va enseñar ya para siempre cuál es el verdadero sacrificio que es agradable al Señor.
Y es lo que queremos repetir; cada vez que celebramos la Eucaristía celebramos la pascua, celebramos el misterio pascual,  hacemos presente ese sacrificio y esa ofrenda de Cristo, pero donde también nosotros queremos ponernos, donde también ya nosotros queremos hacer nuestra ofrenda de amor. Es la maravilla de lo que es cada Eucaristía que celebramos y de lo que va a ser la celebración del misterio pascual en la ya cercana Pascua, y para la que nos vamos preparando. Es lo que ahora de forma intensa también queremos vivir cuando estamos hoy contemplando y celebrando el Misterio de la Encarnación de Dios.
Adoremos el Misterio de Dios, el Misterio de su Encarnación poniendo todo nuestro yo, toda nuestra vida postrada delante del Señor para hacer siempre su voluntad.

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