Sedientos en busca del agua viva que solo podemos encontrar en plenitud en Jesús
Ex. 17, 3-7; Sal. 94; Rom. 5, 1-2.5-8; Jn. 4, 5-42
Es duro y costoso el camino hacia la libertad; es duro
y costoso alcanzar una vida en plenitud cuando tantas sombras de muerte nos
atan y cuando tantas limitaciones, no tanto físicas sino en el alma, nos
impiden caminar como desearíamos hacia la vida.
Lo podemos llamar sed de libertad que nos reseca la
garganta de la vida y nos produce amargor en el corazón cuando no sabemos encontrar
el agua que nos sacie plenamente. Tenemos sed porque buscamos la felicidad y no
sabemos encontrar la fuente que nos dé la felicidad verdadera. Tenemos sed
porque nos vemos envueltos en pasiones que nos ciegan o tenemos sed porque
andamos demasiado a ras de tierra recortando las alas de nuestra alma que nos
harían volar hacia mundos nuevos llenos de trascendencia. Mucha es la sed que
tenemos en el corazón porque en el fondo hay un ansia de plenitud y de
espiritualidad, pero el materialismo de la vida nos ciega pensando que vamos a
alcanzar la felicidad en cosas efímeras que se disiparán como humo que se lleva
el viento. Pero toda esa sed que llevamos dentro nos hace entrar en crisis,
hacernos preguntas, dejarnos desasosegados y con dudas en el alma.
Hoy el evangelio y toda la palabra de Dios que
escuchamos en este tercer domingo de Cuaresma nos habla de sedientos y de
fuentes de agua, invitándonos a buscar la fuente de agua viva que nos sacie de
verdad y llene de plenitud. Los hechos concretos que se nos narran, tanto el
pueblo sediento mientras camina por el desierto rumbo a la tierra prometida,
como el encuentro de la samaritana y Jesús en el pozo de Jacob, son imagen de
toda esa sed que llevamos en el alma y que nos hablan donde está la verdadera fuente
de agua viva que no podremos encontrar sino en Jesús.
‘El pueblo, torturado
por la sed, murmuraba contra Moisés. ¿Nos has hecho salir de Egipto para
hacernos morir a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?’ Es la presentación que se nos hace en
la primera lectura de aquel pueblo sediento que camina por el desierto. Una
imagen de gran significado, hemos de reconocer, porque la sed de aquel pueblo
produce una crisis profunda en su propia fe y en el sentido de su peregrinar. ‘¿Está o no está el Señor en medio de
nosotros?’ se preguntan.
Por su parte, en el evangelio es Jesús el que pide de
beber a la samaritana que ha venido al pozo a sacar agua. ‘Dame de beber’, le dice Jesús. Pero será Jesús el que terminará
por ofrecer un agua viva a la mujer que ha venido al pozo por agua. El diálogo
que se provoca es profundo y muy rico.
La mujer con su cántaro viene al pozo a buscar agua;
Jesús no tiene con qué sacar agua de aquel pozo y sin embargo ofrece un agua
viva a aquella mujer de manera que ‘el
que beba del agua que yo le dará no volverá a tener sed’. Es necesario
conocer el don de Dios; es necesario reconocer quien es Jesús; es necesario
abrir nuestra sed verdadera, la sed profunda que podamos tener en el corazón,
ante Jesús para poder entender del agua que El nos quiere ofrecer.
La mujer le pedirá: ‘Dame
de esa agua; así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla’. La
mujer está comenzando a reconocer la sed que lleva en su corazón. Que no solo
es la rutina de ir todos los días al pozo para buscar el agua. Es otra la sed
que ha atormentado a aquella mujer a lo largo de su vida. Ha sido un ir de acá
para allá buscando donde saciar sus ansias de felicidad pero no la ha terminado
de encontrar. ‘Tienes razón, no tienes marido; has tenido ya cinco y el de
ahora no es tu marido’, le dice Jesús.
Es también la búsqueda espiritual que ha habido en el
corazón de aquella mujer en la que aún queda la esperanza de que cuando llegue
el Mesías todas sus dudas se disiparán para saber cómo y donde hay que adorar a
Dios. ‘Veo que eres un profeta. Nuestros
padres dieron culto en este monte, pero vosotros decís que el sitio donde hay
que dar culto está en Jerusalén’. Afloran las dudas de orden religioso y
espiritual. Sigue aflorando la sed de aquella mujer que ya se está olvidando
del agua de aquel pozo, porque comienza a vislumbrar donde hay un manantial ‘de agua que salta hasta la vida eterna’.
¿Cuál es nuestra sed? ¿Qué hay dentro de nosotros que
nos inquieta? ¿O quizá estamos tan aturdidos que nos cegamos para ni siquiera
darnos cuenta de que tenemos sed? Creo que sería muy conveniente que tomáramos
conciencia de cuál es nuestra sed, o cuáles son los deseos más profundos que
hay en nuestro corazón. ¿A qué aspiramos que llene de verdad nuestra persona,
nuestro yo, nuestro espíritu? Porque todo esto que estamos contemplando en la
Escritura tiene que ser para nosotros una imagen de lo que es nuestra realidad
pero también de lo que tendríamos que buscar.
Jesús llamará en otra parte del evangelio dichosos a
los que tienen hambre y sed de justicia prometiéndoles que serán saciados.
Hambre y sed de justicia, de un mundo mejor; hambre y sed de inconformismo
porque no estamos contentos en lo que somos o en lo que tenemos frente a
rutinas y cansancios; hambre y sed de una mayor fraternidad entre todos los
hombres, de más paz frente a tantas violencias y egoísmos; hambre y sed de amor
para que haya una mayor solidaridad; hambre y sed de plenitud y de
trascendencia; hambre y sed de Dios, en
fin de cuentas. ¿Será esa nuestra hambre y nuestra sed?
Mucha gente a nuestro alrededor tiene sed porque muchas
pueden ser las carencias que tienen en su vida, los sufrimientos o limitaciones
que puedan padecer incluso en su cuerpo, pero no queremos quedarnos en las
carencias materiales o lo físico, aunque sabemos que tenemos la obligación en
justicia de poner remedio a ese mundo injusto en el que vivimos y curar tanto
sufrimiento; muchos tienen sed de que rescatemos los valores verdaderos que nos
dignifican y nos pueden hacer verdaderamente grandes; muchos tienen sed de algo
espiritual que llene sus vidas y les haga mirar con una mirada más amplia, pero
no tendríamos que dejar que fueran a beber en fuentes venenosas que los engañan
con falsas o raquíticas espiritualidades
y tenemos que anunciarles con valentía a Jesús en quien está, quien es
la fuente de la verdadera vida.
Hay una cosa que deberíamos tener clara. Hemos de
buscar esa fuente de agua viva que sacie nuestra fe y sabemos que la tenemos en
Jesús y por eso hasta Jesús tenemos que ir para llenarnos de su vida y de su
luz. Pero esa agua viva que encontramos no nos la podemos quedar para nosotros.
Tenemos que anunciarla, compartirla, llevar a los demás esa agua viva del
Evangelio o llevar a los demás a un encuentro vivo y profundo con Cristo para
que sacien plenamente su sed.
Recordemos el pasaje del evangelio, donde vemos que
aquella mujer samaritana, se dejará su
cántaro junto al brocal del pozo - ¿para qué le iba a servir ya si había
encontrado el agua que le calmaba para siempre la sed? - y se fue a anunciar a
sus convecinos cuanto le había sucedido,
con quién se había encontrado, invitándoles a ir hasta el encuentro con
Jesús. Todos terminarán confesando su fe en Jesús y no solo porque aquella
mujer les había contado lo que a ella le había sucedido, sino porque todos
habían experimentado que Jesús era el que calmaba totalmente aquella sed que
llevaban en el corazón. ‘Nosotros mismos
lo hemos oído y sabemos que El es de verdad el Salvador del mundo’.
¿Seremos capaces nosotros también de ir a anunciar a
los demás lo que hemos encontrado en Jesús? ¿Seremos capaces de compartir esa
agua viva del Evangelio y de la gracia con cuantos están a nuestro lado?
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