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viernes, 17 de enero de 2014

Jesús había anunciado el año de gracia del Señor para el perdón de nuestros pecados

1Sam. 8, 4-7.10-22; Sal. 88; Mc. 2, 1-12
El cuadro que estamos contemplando cuando escuchamos este texto del evangelio que hoy se nos ha proclamado nos habla del entusiasmo de la gente que se agolpa allí donde está Jesús porque quiere escucharlo y estar cerca de El; pero nos habla de fe y de amor solidario, como nos hablará también de la verdadera salvación que viene a ofrecernos Jesús.
‘Cuando a los pocos días se supo que Jesús había vuelto a Cafarnaún acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta’. Allí están queriendo no perderse ni una palabra de Jesús. Allí se despierta la fe y se despierta el amor. Acuden unos hombres portando en una camilla a un paralítico para que Jesús lo cure. Es imposible entrar, pero ellos quieren llegar como sea hasta los pies de Jesús con aquel enfermo. Y la fe y el amor se las ingenian; ‘levantaron una tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y por allí descolgaron la camilla con el paralítico’. Alguien podría estar pensando en el dueño de la casa al que le están destrozando el techo. Pero lo importante ahora es la fe de aquellos  hombres. ‘Viendo la fe que tenían’, dice el evangelista, ‘le dijo al paralítico: hijo, tus pecados quedan perdonados’.
Siempre nos fijamos en la reacción de los letrados que por allí andaban que no entienden las palabras de Jesús; es más, dirán que blasfema, porque ‘¿quién puede perdonar pecados fuera de Dios?’ Pero, siendo sinceros, ¿cuál hubiera sido nuestra reacción si  nosotros hubiéramos estado en su lugar? Lo que aquellos hombres venían buscando era la curación del paralítico y de eso, de entrada, no dice nada Jesús. Tenían fe, les gustaba escuchar sus palabras y su corazón se enardecía y se llenaba de esperanza cuando lo escuchaban; pero ellos aún no habían descubierto quien era realmente Jesús. A lo más podían pensar que era un profeta o un hombre de Dios.
Pero ¿no sigue siendo la reacción de muchos hoy cuando le hablamos de la confesión de los pecados y del sacramento de la penitencia? Yo a ningun hombre le voy a contar mis pecados para que me los perdone, yo le pido perdón a Dios cuando hago mis oraciones y no necesito nada más, dicen muchos y de alguna manera allá en nuestro interior ponemos nuestras dificultades y reticencias a la hora de confesar nuestros pecados.
Jesús curará a aquel paralítico; al final le dirá: ‘Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa’. Pero aquel hombre no solo ha recobrado el movimiento de sus miembros para incluso poder cargar con su camilla, sin que nadie tenga ya que ayudarle, sino que aquel hombre se sentirá salvado en lo más profundo de si mismo. Jesús le había dicho ‘tus pecados están perdonados’, y la salvación había llegado a su vida. Jesús quiere dejarnos claro que es lo más hondo, lo más grande que viene a ofrecernos.
En la sinagoga de Nazaret había proclamado aquel texto del profeta que anunciaba el año de gracia del Señor. El año de gracia del perdón era el año del jubileo, el año en que todas las penas quedaban condonadas, en que todo era perdonado, porque era como comenzar de nuevo una vida nueva. Y Jesús venía a traernos ese año de gracia universal, de una vez para siempre. El venía a traernos la gracia y el perdón. Ahora nos lo estaba manifestando para que lo tuviéramos claro desde el principio. La salud, la salvación que venía a ofrecernos era algo profundo que transformaba totalmente nuestra vida. Porque quien se siente perdonado, se siente amado y se siente transformado por ese amor y ya su vida no puede ser de la misma manera.

Cómo tenemos que aprender nosotros a gustar ese perdón que el Señor nos ofrece, saborear ese amor tan grande que Dios nos tiene que nos inunda con su misericordia. No siempre valoramos y vivimos con la intensidad que deberíamos el sacramento de la Penitencia donde recibimos el perdón del Señor. Tendría que ser siempre una fiesta para nosotros, porque fiesta tenemos que sentir en el corazón cuando así nos sentimos amados del Señor.

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