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viernes, 8 de noviembre de 2013

Que tengamos la astucia de la fe para alcanzar la vida eterna

Rom. 15, 14-21; Sal. 97; Lc. 16, 1-8
Jesús nos pone el ejemplo de algo malo para que aprendamos a sacar conclusiones para la bueno. Es en cierto modo desconcertante. Nos habla de un administrador injusto - además emplea esa expresión - que actúa de una forma injusta en la administración de los bienes de su amo pretendiendo salvar las espaldas, como suele decirse, manipulando los recibos de la administración para tener luego de que agarrarse, porque sabe que las cuentas que ha de presentar no le van a ser favorables. Y dice la parábola que aquel señor felicitó al injusto administrador por su astucia; no, por supuesto, porque le defraudara en la administración de su hacienda.
Y es ahí donde tenemos que aprender la lección. ‘Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz’. ¿Es que los hijos de la luz tenemos que actuar por astucia de manera injusta? De ninguna manera. Pero la cuestión está en si sabemos darle el valor que tiene a lo que tiene verdadera importancia. ¿Sabremos buscar el Reino de Dios y su justicia por encima de todo, como nos enseña en otro lugar del Evangelio?
Ciertamente nos dejamos engullir por nuestro mundo y nos volvemos materialistas, insensibles a lo espiritual, perdemos el sentido de la trascendencia que tendríamos que darle a nuestra vida, y al final miramos solo por nuestro propio interés en lo terreno o en nuestras ganancias materiales. Nos afanamos por el disfrute de esta vida terrena perdiendo de vista lo que es la vida futura. Tan apegados estamos a esta vida en nuestro mundo que, aunque a veces lo pasamos mal, sin embargo no tenemos ansias verdaderas de vida eterna y cuando pensamos en la muerte nos llenamos de angustias y de temores por todo lo que vamos a dejar aquí sin pensar en lo que Dios tiene preparado en plenitud en la vida eterna. 
Como decíamos antes, vivimos tan apegados a lo material que los valores del espíritu las dejamos para un segundo lugar y no dándole ninguna importancia. Ahí están, por ejemplo, nuestras prácticas religiosas para las que nunca tenemos tiempo, porque siempre tenemos muchas cosas que hacer y de ahí esa frase con la que queremos justificarnos que primero está la obligación que la devoción. ¿Es que los asuntos del espíritu, de nuestro cultivo espiritual, de nuestro trato con Dios, de nuestra oración y de la vivencia de los sacramentos para el cristiano son cosas exclusivamente de devoción? Eso está significando cómo vamos poniendo a Dios en un segundo plano en nuestra vida, del que nos valemos o al que trataremos de utilizar solamente cuando me vea apurado porque ya no tenga de qué o de quien echar mano.
Qué lástima que esa sea la relación que mantengamos con Dios tan pobre y tan interesada, olvidando al Dios que nos creó porque nos amó desde toda la eternidad, que nos buscó y nos llamó cuando nos apartamos de Él con nuestro pecado y en su infinito amor y misericordia nos ha enviado a su Hijo para ser nuestro Salvador y Redentor. Ese Dios que nos ama porque es nuestro Padre; ese Dios que ha querido hacernos sus hijos y así nos ama aunque nosotros no lo merezcamos; ese Dios que siempre está a nuestro lado, aunque nosotros nos olvidemos de El, regalándonos siempre con la gracia de su amor.
Un día habremos de presentarnos ante Dios para el juicio de nuestra vida. ‘Entrégame el balance de tu gestión’, también se nos va a decir, porque tenemos que reconocer somos administradores de esa vida que Dios nos ha dado y con nuestra vida, si en verdad creemos en El, lo que tendríamos que saber buscar siempre es la gloria del Señor. No podemos vivir ausentes de Dios, poniendo a Dios al margen de nuestra vida. Ese es nuestro gran error tantas veces que nos decimos cristianos y creyentes y vivimos como si  no lo fuéramos, porque no tenemos presente a Dios en lo que hacemos y en lo que vivimos.
Es una incongruencia de nuestra vida después que conocemos cuánto es el amor que Dios nos tiene y de cuántas gracias nos va regalando en cada momento de nuestra vida. Sin olvidar, por supuesto, nuestras humanas responsabilidades, hemos de aprender a darle verdadera trascendencia a nuestra vida, a lo que hacemos, a lo que vivimos en cada momento. Y seguro que desde esa trascendencia, desde esa fe y desde esa esperanza que anima nuestra vida aquello que hacemos y vivimos lo haremos con un nuevo sentido y valor, dándole importancia a lo que verdaderamente tiene importancia en nuestra vida. 
Que el Espíritu del Señor nos ilumine para que vivamos cada momento de nuestra vida desde el sentido de la fe. Que tengamos la astucia de encontrar ese sentido de nuestra fe a lo que hacemos y vivimos para que así podamos alcanzar la vida eterna. ¿Seremos capaces de sacrificarnos de verdad por alcanzar lo que vale y nos puede dar la vida eterna?

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