El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo
Hechos, 8, 26-40; Sal. 65; Jn. 6, 44-52
‘Yo soy el pan de la
vida… yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan
vivirá para siempre…’
Nos ha pedido Jesús que pongamos toda nuestra fe en El. Nos ha dicho quien
viene a El y nunca tendrá hambre y nunca más tendrá sed. Teniéndole a El
tendremos vida en plenitud porque El es la vida, porque El es la verdad, porque
El lo es todo para nosotros, para nuestra vida.
Podríamos decir que nos va ayudando a dar pasos en su
conocimiento y en nuestra fe. Se nos va revelando y nos va revelando como El es
todo nuestro vivir. Pero, como tantas veces hemos dicho, hemos de dejarnos
conducir por El, por su Espíritu para que así vayamos en verdad creciendo en
nuestra fe. Vamos sintiéndonos llamados e impulsados a vivir totalmente unidos
a El. Y es que en la medida que crece nuestra fe crece nuestro amor. Se suele
decir que no se ama lo que no se conoce; pues en la medida en que vamos creciendo
en nuestro conocimiento de Jesús vamos creciendo en su amor, porque al
conocerle nos sentimos más atraídos con fuerza para vivir en esa comunión de
amor tan hermosa que El nos ofrece.
Y es el paso que damos hoy con lo que nos dice en el
Evangelio, aunque como veremos mañana no todos lo van a entender. ‘El que come de este pan, vivirá para
siempre’, nos dice. Pero a
continuación añade: ‘Y el pan que yo daré
es mi carne, para la vida del mundo’. Es a Cristo mismo a quien hemos de
comer. Ya no es un pan caído del cielo como aquel maná que comieron sus
antepasados en el desierto.
Aquel pan, aunque venía a ser también un signo del amor
de Dios que les protegía y acompañaba en su duro caminar, era simplemente un
alimento para el cuerpo, y como todo alimento humano nos da fuerza y valor para
hacer el camino de la vida, pero esa vida y ese camino tiene un fin. ‘Vuestros padres comieron del maná en el
desierto, y murieron; pero éste es el pan que baja del cielo para que el hombre
coma de él y no muera’. Es distinto, porque ahora es Cristo mismo quien es
ese pan bajado del cielo; es a Cristo mismo al que tenemos que comer, nos da su
cuerpo, nos da su carne, nos da su sangre, nos dará su vida. ‘El pan que yo daré es mi carne para la
vida del mundo’, terminará diciéndonos.
‘El que cree tiene
vida eterna’, nos
dice. Queremos creer en Jesús y queremos tener vida eterna. Queremos comer a
Jesús para llenarnos de vida para siempre. Queremos mantener viva nuestra fe en
Jesús para llenarnos de su vida, para sentirnos resucitados por El, Como ya nos
ha dicho: ‘Todo el que ve al Hijo y cree en El, tiene vida eterna, y yo lo
resucitaré en el último día’. Llamados a la vida eterna, llamados a la resurrección,
llamados a la vida en plenitud, pongamos toda nuestra fe en Jesús, crezcamos
más y más en nuestra fe en Jesús para que así nos sintamos inundados por su
amor y ese amor nos lleve a la plenitud.
Y todo esto lo vivimos en la Eucaristía. Aquí está ese
milagro maravilloso que a algunos les costaba entender, les sigue costando
entender. Cada día ante nuestros ojos se realiza el milagro de que podamos
comer a Cristo, podamos comer su carne para llenarnos de vida. Algunas veces no
terminamos de comprender, de vivir, de impregnarnos plenamente de este milagro
de amor que nos ha dejado Jesús en la Eucaristía.
Tenemos el peligro de caer en rutinas, de
acostumbrarnos tanto al misterio de la Eucaristía que ya no seamos capaces de
admirarnos ante lo maravilloso que ante nosotros sucede. Por eso tenemos que
detenernos muchas veces a reflexionar sobre lo que es la Eucaristía para tener
la capacidad de asombro ante el misterio que ante nosotros se celebra y
entonces en verdad podamos prorrumpir con todo sentido en ese cántico de
alabanza y de acción de gracias al Señor que tiene que ser siempre la Eucaristía.
Que se despierte nuestra fe, que se reavive nuestra fe.
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