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jueves, 13 de septiembre de 2012


Una página sublime del evangelio que nos enseña el verdadero amor
1Cor. 8, 1-7.11-13; Sal. 138; Lc. 6, 27-38

Una página sublime del evangelio al mismo tiempo que revolucionaria.  Sublime porque nos está manifestando y enseñando a qué altura ha de llegar nuestro amor; y revolucionario, podríamos decir, porque trastoca todo lo que nos podría parecer normal en una lógica humana de amar simplemente a los que nos aman y a los otros no considerarlos dignos de nuestro amor. 
Seguro que con la misma sorpresa que momentos antes habían escuchado llamar dichosos a los pobres, a los que tienen hambre, a los que sufren o son perseguidos, ahora se sentirían sorprendidos cuando Jesús va enseñando hasta donde tiene que llegar nuestro amor, que tiene que llegar también a los que podríamos considerar enemigos. 

Página sublime que seguimos considerando los hombres muchas veces difícil de cumplir para llevar nuestro amor hasta esos límites tan excelsos como nos propone Jesús. Pero es que quien quiera aceptar el Reino de Dios que nos anuncia Jesús y que viene a instaurar con su propia vida, su pasión, su muerte y resurrección, significa que muchas cosas tiene que transformar en su vida, a muchas ideas o conceptos, como a muchas actitudes y valores hay que darle la vuelta totalmente, como quien la da la vuelta a un calcetín, porque aceptar el Reino de Dios es entrar en un mundo nuevo, en un estilo nuevo de vivir, en unas nuevas actitudes y comportamientos. Es necesario, pues, tener la actitud de la conversión que fue lo primero que Jesús nos pidió para creer en El y en su Buena Noticia.

‘Amad a vuestros enemigos, nos dice Jesús, haced el bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian…’ Jesús que nos quiere dejar como nuestro distintivo el amor nos señala las verdaderas cualidades de ese amor que tiene que ser siempre universal y generoso, como es el amor que El  nos tiene. Por eso nos enseña a ser generosos en nuestras actitudes para los demás, que tiene que ser lo que en verdad nos diferencie de los que no viven el Reino de Dios.

‘Si amáis solo a los que os aman…, si hacéis el bien solo a los que os hacen el bien, ¿qué mérito tenéis?... Eso lo hacen también los que no creen en Dios’. Quienes creemos en Jesús siempre tenemos que estar dispuestos para amar con un corazón generoso. Porque no amamos a los otros porque esperemos alcanzar de ellos una recompensa, porque eso  no sería amor verdadero; amar de esa forma seria un amor interesado, pero quien ama se da generosamente porque solo busca siempre el bien, lo bueno. Además nosotros tenemos la motivación grande por una parte de amar con un amor con el que queremos imitar a Dios, pero también amamos al otro porque cuando le estamos manifestando ese amor se lo estamos haciendo a Dios.

‘Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo’, termina diciéndonos Jesús. Cuántas veces rezando los salmos hemos repetido ‘el Señor es compasivo y misericordioso’; con esa misma compasión, con ese mismo amor, con esa misma misericordia tenemos nosotros que amar a los demás. De ahí que nunca en nosotros caben los juicios condenatorios contra nadie, porque además tenemos que mirar primero la viga que tenemos en nuestro ojo antes que la posible paja que tenga el ojo del hermano. Nosotros siempre tenemos que estar dispuestos a la comprensión y al perdón, porque también nosotros queremos ser comprendidos y perdonados. 

Y nuestro premio no lo buscamos en reconocimientos humanos sino solamente en el Señor. ‘Haced el bien y compartid sin esperar nada a cambio; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo que es bueno con malvados y desagradecidos… dad y se os dará, os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis la usarán con vosotros’. Y es el que el Señor nunca se deja ganar en amor, siempre nos regalará mucho más de lo que nosotros merezcamos.

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