Amós, 7, 10-17; Sal. 18; Mt. 9, 1-8
‘Al ver esto, la gente se quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal poder’. ¿Por qué estaba la gente sobrecogida? No era ya solamente el milagro que Jesús había realizado de curar al paralítico y hacer que pudiera caminar por sí mismo. ‘Ponte en pie, le había dicho, coge tu camilla y vete a tu casa’.
Ya habían visto los milagros de Jesús y hemos contemplado como la gente admirada daba gloria a Dios. Pero no sólo es el milagro, porque había causado mucho asombro lo primero que Jesús había dicho y había hecho. ‘¡Animo, hijo! Tus pecados quedan perdonados’. Habían causado revuelo aquellas palabras de Jesús, aquel atrevimiento de Jesús. Le había dicho que le eran perdonados sus pecados. ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios? se preguntaban, y por allí escandalizados los letrados y fariseos habían dicho que Jesús blasfemaba. Era algo fuerte lo que estaban diciendo, porque si el juicio seguía adelante podían apedrear a Jesús que era lo que se hacía con los blasfemos.
No terminaban de entender el misterio de Jesús que se iba revelando. Allí se estaba manifestando cuál era en verdad la misión redentora de Jesús, cuál era el verdadero sentido del Mesías prometido y anunciado. Cuando Dios, desde el pecado del paraíso, había prometido la salvación, el triunfo sobre el mal y el pecado, esa era realmente la misión del Mesías. Vendría como Redentor y Salvador. Vendría a traernos la gracia y el perdón.
Lo que Jesús iba realizando en signos a través de los milagros, lo que anunciaba cuando anunciaba y explicaba lo que era el Reino de Dios que había de constituirse era la reconciliación con Dios; y esa reconciliación con Dios sería posible, no por lo que nosotros hiciéramos, sino por el perdón y el amor que Dios nos ofrecía. Nos volvemos nosotros a Dios, pero es realmente Dios el que viene a nosotros con su amor. Es lo que nos ofrece Jesús. Lo que hasta ahora ha ido realizando en los milagros que hacia era anunciarnos esa renovación total de nuestra vida, levantándonos de la peor de las postraciones en los que podríamos encontrarnos, que es la postración del pecado.
Ahí está Jesús como Salvador y Redentor. Ahí está diciéndonos Jesús cuál es el regalo más grande que nos ofrece Dios. Su perdón, el perdón de los pecados, para que caminemos a la reconciliación con El. No ha de extrañarnos ni hemos de escandalizarnos, como le sucedía a aquellos letrados y fariseos; hemos de asombrarnos y quedarnos sobrecogidos, sí, por la maravilla que nos ofrece, por el perdón que nos regala, por la paz que viene a dar a nuestro corazón, por la alegría grande que se ha de producir en nuestra vida.
Vayamos hasta Jesús con nuestra postración, con la invalidez de la que hemos llenado nuestra vida con el pecado, con la muerte que arruina nuestra vida para que en El encontremos el perdón, la paz, el amor, la gracia, la vida. Humildes nos postramos ante El; nos dejamos conducir hasta El. Aquel hombre postrado en su camilla se dejó hacer, se dejó conducir por aquellos que con fe lo llevaron hasta los pies de Jesús.
San Lucas cuando nos narra este episodio nos da más detalles, porque habrá que saltar muchas dificultades,
hasta romper el techo de la casa, para hacer llegar hasta Jesús al paralítico. Saltemos por encima de las dificultades, veamos la gracia de Dios que mueve corazones y mueve también nuestro corazón. Cuántas cosas como impedimentos nos retraen tantas veces impidiéndonos acercarnos al Señor. Superemos esas dificultades, esos obstáculos para que lleguemos hasta el Señor. Dejémonos transformar por su gracia, para que renacidos a la vida con el perdón vayamos por el mundo alabando a Dios que hace tales maravillas, que hace posible que podamos recibir su perdón en el ministerio de la Iglesia.
Ponte en pié nos dice a nosotros también el Señor. No nos quiere postrados, no nos quiere hundidos, no nos quiere atados ni esclavizados a nada, nos quiere libres, llenos de gracia, de amor, de alegría, de paz cantando la alabanza del Señor.
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