Ex. 22, 20-26;
Sal. 17;
1Tes. 1, 5-10;
Mt. 22, 34-40
‘Yo te amo, . Señor; tú eres mi fortaleza’, hemos repetido en el responsorio del salmo¡Qué otra cosa podemos hacer! El amor es la razón de ser de la vida del hombre; el amor es el sentido profundo de la vida del creyente.
‘Dios es amor’, nos enseña san Juan en sus cartas y en el mensaje profundo y fundamental que nos trasmite Jesús. Quien cree en Dios y desea vivir unido a Dios y vivir su vida no puede hacer otra cosa que amar. Y no con un amor cualquiera, sino con el amor de Dios, con un amor semejante a aquel con que nos sentimos amados de Dios. Por eso, ése tiene que ser nuestro grito: ‘Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza’, tú lo eres todo para mí y tengo que amarte, Señor, con un amor como el tuyo.
Sin embargo, reconocemos que no siempre es fácil. Tendría que serlo pero ya sabemos cómo somos. Ahí queremos poner nuestras medidas o nuestras exigencias; miramos si nos aman o no nos aman para saber hasta donde amamos o a quien amamos; y hasta queremos poner nuestras normas o leyes y terminamos desfigurando, destrozando el amor.
Estamos hechos para el amor y ese sería el camino que nos llevara a la mayor dicha y felicidad, pero bien sabemos cuánto nos cuesta, porque al mismo tiempo, ya sabemos, el mal se mete dentro de nosotros y nos llena de egoismo, de orgullo, de envidias y de no sé cuantas pasiones desordenadas que nos encierran en nosotros mismos y nos alejan del amor verdadero.
Hoy hemos escuchado que una vez más se acercan a Jesús con preguntas para ponerlo a prueba. Un fariseo experto en la ley es el que le hace la pregunta. ‘Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?’ Parecería innecesaria la pregunta porque estaba bien claro en la ley de Moisés, pero se habían impuesto tantas normas y preceptos que al final terminaban confudidos y entre ellos en las escuelas rabínicas las discusiones eran interminables.
Jesús responde con el texto del Deuteronomio y del Levítico que todo buen judío tenía que conocer, porque incluso había de repetirlo como una oración varias veces al día y hasta estaba grabado en las puertas de las casas, la Mezuza. Lo hemos escuchado: ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Pero concluirá Jesús: ‘Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas’.
Aquí está el fundamento de todo. Amar a Dios y amar al prójimo son inseparables. Si de verdad amamos a Dios, amamos al prójimo; si amamos al prójimo con un amor verdadero, es que amamos a Dios. Como decíamos antes, porque creemos en Dios que es amor, tenemos que amar; y amamos a Dios y amamos al prójimo porque queremos amar todo lo que Dios ama; amamos al prójimo porque amando a Dios y queriendo estar unidos a El que es Amor, necesariamente tenemos que amar también al prójimo. Dios quiere hacernos partícipes de su amor, para amarle y amar, por El, con El y en El a todas las personas, a nuestro prójimo.
Y cuando estamos llenos de ese amor ya no caben medidas ni distinciones; ya el amor tiene que ser un amor generoso como es el amor de Dios generoso hasta el infinito. Y amando así caminamos caminos de plenitud y de felicidad verdadera. Y tenemos además una certeza y es que no nos faltará la gracia y la fuerza del Señor. ‘Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza’, que hemos rezado en el salmo. Y si venimos a la Eucaristía a comerle e inundarnos de su vida, estaremos inundándonos de su gracia y de su amor para amar con su mismo amor.
Muchas conclusiones tendríamos que sacar de aquí para nuestra vida de cada día, y para la relación que mantenemos con cuantos están a nuestro lado. Porque todo esto no se puede quedar en palabras bonitas sino que tiene que hacerse realidad en el día a día, en ese día a día que tantas veces se nos hace dificil en nuestra convivencia ordinaria con los que están a nuestro lado.
El texto del Exodo que hemos escuchado en la primera lectura nos señala cosas muy concretas, que no sólo eran válidas en aquel momento sino que nos están señalando muchas cosas que hoy tenemos que hacer. Nos habla del forastero y del emigrante, de la viuda y del huérfano, como nos habla del pobre que pasa necesidad a nuestro lado y al que tenemos que ayudar y con el que tenemos que compartir. Este texto daría para muchas reflexiones de cosas muy concretas porque esas situaciones las tenemos cada día a nuestro lado.
Sin querer alargarme excesivamente hemos de tener en cuenta en nuestra reflexión también la jornada misionera que hoy estamos celebrando, el Domund. Precisamente en nombre de ese amor con el que llenamos nuestra vida hemos de sentir la urgencia de trasmitir y comunicar a los demás esa fe que vivimos, ese amor de Dios que experimentamos en nuestra vida, para lograr que todos lleguen a ese conocimiento de Dios, a esa vivencia del evangelio salvador.
El Papa Benedicto XVI en su mensaje para esta Jornada nos recuerda ‘la necesidad de renovar el empeño de llevar a todos el anuncio del Evangelio con “el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos” (Carta ap. Novo millennio ineunte, 58). Es el servicio más precioso que la Iglesia puede hacer a la humanidad y a cada persona que busca las razones profundas para vivir en plenitud su propia existencia’.
Nos sigue diciendo que ‘destinatarios del anuncio del Evangelio son todos los pueblos. La Iglesia “es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Ad gentes, 2). Esta es “la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 14). En consecuencia, no puede nunca cerrarse en sí misma’.
‘La misión universal implica a todos, todo y siempre, nos sigue diciendo el Papa. El Evangelio no es un bien exclusivo de quien lo ha recibido, sino que es un don que compartir, una buena noticia que comunicar. Y este don-compromiso está confiado no sólo a algunos, sino a todos los bautizados, los cuales son “raza elegida … una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1Pe 2,9), para que proclame sus obras maravillosas’.
‘Así, a través de la participación corresponsable en la misión de la Iglesia, el cristiano se convierte en constructor de la comunión, de la paz, de la solidaridad que Cristo nos ha dado, y colabora en la realización del plan salvífico de Dios para toda la humanidad. Los retos que ésta encuentra, llaman a los cristianos a caminar junto con los demás, y la misión es parte integrante de este camino con todos. En ella llevamos, aunque en vasijas de barro, nuestra vocación cristiana, el tesoro inestimable del Evangelio, el testimonio vivo de Jesús muerto y resucitado, encontrado y creído en la Iglesia. Que la Jornada Misionera reavive en cada uno el deseo y la alegría de “ir” al encuentro de la humanidad llevando a todos a Cristo’.
He entresacado algunos párrafos del mensaje del Papa que nos ayuden en esta Jornada y aviven en nosotros ese espíritu misionero que en todo cristiano tiene que brillar. Sentimos como nuestra la obra misionera de la Iglesia, y con ella colaboramos como algo propio con nuestro testimonio, nuestra oración y también nuestra colaboración económica para que se pueda realizar esa tarea inmensa de la Iglesia y que abarcará muchos aspectos. Es un fruto también de nuestro amor.
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